miércoles, 2 de noviembre de 2022

Reunión de recuerdos


Mi abuelo “El Coyote” viajaba de polizón en tren hasta la ciudad de México. En su estancia vendía chicles y dulces por la Merced y otros mercados. No sé qué tantas chingaderas le habrán pasado porque iba solo, tenía seis años. Sólo estudio la primaria. Días después regresaba con sus ganancias para que se ayudara mi bisabuela. El Coyote son los muelles de Veracruz entre estibadores y flota gruesa bebiendo en las piqueras. Navegante del mundo, enfrentó tifones cuando llegaba a Japón. Conoció geishas y la noche nipona. Fue contramaestre de barcos cargueros. Vio sumergirse bolas de luz en la oscuridad del mar. 

 Lo recuerdo caminando por el largo corredor hacia casa de mi abuela en la calle 2 de Abril entre Xalapa y Orizaba con costales enormes repletos de carnes frías holandesas, botellas, dulces, ropa y juguetes de todas las latitudes del mundo para sus nietos. Amante del pepto bismol y de los sábados de box, su vida fue una aventura por casi todo el planeta. Su mirada siempre veía hacia el horizonte. Huesero nato, curaba mis esguinces con alcohol y fuertes sobadas cuando iba a Veracruz. Mi abuelo El Coyote es su enorme tatuaje de ancla en su brazo derecho y la sabiduría de sus relatos bajo la sombra de un almendro.

*

Mi abuelo Antioco es la cantina del “Chico” y “Las Brisas” componiendo el mundo entre cervezas y su aroma a madera. Lo recuerdo pidiendo una “tacita” de café puntual a las ocho de la noche. De brazos fuertes y manos como de luchador cepilló hectáreas de árboles para hacer muebles y ataúdes. La funeraria Rivas fue su epicentro de actividades. A diario se le veía leyendo el periódico y atendiendo a los dolidos. Manejó carrozas fúnebres por toda la zona norte del estado de Veracruz. Lo respetaban en el billar. Me compraba una Gloria mientras se terminaba la última cerveza presumiendo a sus amigos que era su nieto y que había llegado su hijo Javier con su familia de Xalapa. Lo recuerdo caminando por la calle de Mina con su bigote a la Mauricio Garcés para abrazarnos a todos.

*

Mi abuela María es la cocina, las ollas, los condimentos, la cecina y sus imperdibles enchiladas de pipián. Jamás volví a encontrar ese sabor en dicho platillo. Acompañaba su insomnio construyendo torres de buñuelos para la familia. A las cuatro de la mañana me llevaba de la mano al molino para comprar masa para cocinar los bocoles en punto de las seis. La recuerdo amable entre un regimiento de doñas con sus cubetas esperando el fruto de la mazorca con el frío como navajas. Doña Mari era fuerte y trabajadora. Tuvo una vida dura. Mi abuela son sus brazos abiertos para consolarme después de la corretiza que me pegó el He-man, un pinche dálmata gandaya que fue mi tormento en mi niñez. Nunca más la volví a abrazar tan fuerte como aquella tarde.

*

Mi tía Malú baila rolas de las Flans con su cabello enmarañado en la sala de casa de mi abuela. Siempre remilga cuando la mandan por cosas a la tienda del “Chico”. “Yo no soy tu única hija María” le rezongaba a mi abuela. Mi tía Malú me cura la barbilla tras el madrazo que me metí bajando la cuadra en bici. La recuerdo de frente al espejo maquillándose y poniéndose muy “mona” para la cita con algún galán en turno. Era menudita y guapetona.

*

La última vez que vi a Ricardo nos llevó a regañadientes a la montaña “Ya ni la chingan cuñado, vienen de la pinche ciudad esa toda contaminada y nada más quieren jetear como viejos, salimos mañana a las 8”. Necio como pocos, nos llevó durante seis días a recorrer ranchos donde había cocodrilos, truchas, tirolesa, museo de antigüedades, villas a la altura de las nubes. Libre y rebelde en su paso por esta tierra, su vicio fueron las rutas en cuatrimotos subiendo por las diferentes caras rumbo al Pico de Orizaba “Por la cara norte llegas como en tres horas, por la cara oriente es más desmadre pero llegas, es más fácil por el albergue”. 

 Las tardes nos encontraban con cerveza en mano. Al ritmo de George Michael, Génesis, The Outfield, Led Zeppelin, Alejandro Sanz entre otros, nos relataba cuando conoció a Claudio Yarto en la discoteca News metiéndose un chingo de coca. O cuando fue jefe de meseros en un restaurante mamón donde les servía a los Salinas de Gortari de tragar y demás personajes de la polaca mexicana. La última vez que subí de copiloto en su moto aceleró a más de cien kilómetros por hora, no sé si para demostrarme su lado salvaje o porque sin saberlo, sería nuestra última vuelta. Ricardo es todas las montañas que circundan a Orizaba, corriendo maratones de más de 20 km con sol, neblina y lluvia. Es bailando rap en una fiesta en Tlalnepantla. O poniéndome hasta la madre de ebrio en nuestra última francachela. Le decían el Manzano porque se ponía colorado al carcajearse.

*

Enfundada en su mandil, mi suegra Mayela nos recibía con caldo de camarón y la mesa puesta. Yo creo que me veía como un perro callejero porque siempre me ofrecía una tortilla con limón y sal “Órale mijo, tienes cara de hambre”. En su juventud, caminó toda la Calzada Vallejo cuando trabajó en la fábrica de Philips; una foto atestigua que fue reina del baile de gala. Mi suegra es trabajar en Wings de Aeropuerto al interior de un avión modificado como restaurante. También es preparar el chingo de comida en su cocina económica Las Hadas para alimentar a toda la ruta 100 y regimientos de oficinistas. Mi suegra es todos los domingos de misa y las procesiones de Semana Santa ayunando a diario. Me contaba que iba a los retiros del silencio a estar en paz y hablar consigo misma lejos del ruido del mundo. Fue la voz y canto de cientos de rosarios donde la invitaban a participar. Aún la veo llegando a nuestro departamento con su mochila del álbum The Wall de Pink Floyd en la espalda.  Mi suegra son sus bendiciones al pie de su altar cuando nos despedíamos en su casa y una bailadita para alegrar el alma.

*

Mi padre, jubiloso, me abraza tras anotar mi primer gol en el campo No. 2 de la Normal Veracruzana. Me levanta por los aires sin dejar de repetir “¡Qué pinche golazo hijo, qué pinche golazo!”. A partir de ese día, siempre estuvo a un costado del campo como un halcón observando mis movimientos, sufriendo mis derrotas y celebrando mis goles con su sonrisa de 1.73 m atrás de la línea de cal. Mi padre y yo somos los campos Juárez, el Torneo de Barrios, el torneo del Peñascal, los campos de la Normal Veracruzana y el Quirasco. Si hoy estuviera por acá o si la vida se hubiese suspendido durante muchos años antes de no verlo jamás; estaríamos levantando la primera copa de ron para entrar en detalles.

 Mi padre es tejer ojo de perdiz en la carpintería de mi abuelo a la edad de siete años. Lijar cientos de ataúdes, barnizar y cepillar sin descanso la madera, curtió su niñez en el oficio de carpintero. Siempre soñando con largarse del comal de miles de grados que es Tuxpan, Ver. Durante el día iba a la escuela con sus libros amarrados con mecate. Por las tardes, la viruta y el aroma a cedro y pino eran su destino. Un día tomó sus triques y con poco más de cien pesos en la bolsa fue a perseguir el sueño de ser médico al puerto de Veracruz.

 Mi padre es ser velador en un estacionamiento de autos; pasar las madrugadas estudiando anatomía, disecciones, embriología en los asientos traseros de Caribes, Datsun y Darts. Por las mañanas, cargaba medias reses en el supermercado de carnes de su tío en la colonia Reforma en Veracruz donde conoció a Violeta, mi madre. Ella de 17 años y él con 19. La invitó a salir después de curar su herida en el brazo a consecuencia de la rebanadora de jamón. Sólo el cáncer pudo separarlos cuarenta años después. Mi madre porta con orgullo esa cicatriz.

 Mi padre es ganarse el primer lugar en su residencia en la Cruz Roja de Naucalpan. En el área de emergencias, luchó durante un año contra una jauría de nuevos talentos de la Universidad de Guadalajara que lo miraban con desprecio. Afinó su profesión entre enfermos, accidentados y teporochos que iban a botar de madrugada hechos mierda. Al finalizar el año le decían “El jarocho”, lo respetaban y le hicieron una fiesta de despedida. Como cronista del dolor me contaría años después cuando recibió a los quemados de la gasolinera de Coatepec “Terrible, la piel se les desprendía con todo y ropa” me decía consternado aquella mañana.

 Mi padre atraviesa la calle hacia el hospital donde trabajaba con el compadre Oscar. Ambos médicos, van y vienen con platos de pozole y tacos de cochinita pibil. Construyeron una palapa de madera para fundar el restaurant “Los Doc’s”. Mi madre y la comadre Luza preparaban cientos de tacos y ollas de pozole para surtir a manadas de pipopes. Mi carnal, Oscarín y yo pasábamos la tarde en un baldío terroso cazando lagartijas bajo el calor abrasador de Tehuacán, Puebla. Mi hermana y Paulina hechas bolita duermen sobre unas sillas.

 Mi padre, el doctor Rivas, subió altísimos cerros en la selva Chiapaneca para llevar vacunas a las comunidades. Vio morir cientos de niños por desnutrición. La noche lo agarraba dormido en las copas de los árboles. “Estaba de la chingada seguir avanzando porque la hojarasca hervía en serpientes”. Lo encañonaron varios militares en plena selva. En las comunidades les ofrecían caldo de chayotes y frijoles con tortillas. Sus meniscos acabaron bien madreados en esas aventuras.

 Mi padre es su bata blanca ondulando como la de un súper héroe de comics recorriendo los pasillos del área de urgencias en la clínica 11, su segunda casa. Es su guitarra amenizando las tertulias con mis amigos. Es verlo alejarse trepado en un carro alegórico con mi tío Héctor en el Carnaval de Veracruz con cuba en mano y saludando al gentío. Mi padre es bailar salsa con mi madre y mis tías a la menor provocación. Mi padre es el ventanal de cedro que hizo para su casa, sigue vigente a pesar de los años. Mi padre son las noches de ron compartidas y el orgullo de saberme su hijo aunque tiene rato que no meto un gol.

miércoles, 27 de julio de 2022

La cal de mis recuerdos

 


Para el Dr. Rivas, Nara y los que ya no están

Los perros siempre llegaron a la familia como ofrendas, jamás hemos comprado uno. Algo ve la gente en nosotros para confiarnos su destino. El 28 de mayo fue nuestro último paseo. Como de costumbre, corrió a husmear al otro extremo del campo donde se encuentran enterrados el Rocky, la Lady y la Chiquis. Aún alcanzo a ver su brillo grisáceo a la distancia.

El primer perro que llegó a la familia fue Rocky, regalo de un paciente agradecido con mi padre. Una cruza de Alaska con Samoyedo nacido en una imprenta de la calle Encanto. Un pinche vago que a diario soltaba mi madre cuando nos íbamos a la escuela y regresaba puntual a medio día. Sus aventuras las vivió entre la vagancia y conocimiento de las calles de la colonia. En ocasiones, al regreso de la secundaria, aparecía doblando la esquina como a dos cuadras de casa, al vernos, galopaba terriblemente hermoso a nuestro encuentro. Otras veces, aparecía en chinga correteado por jaurías de otros vagos como él. En alguna bronca se habría metido. Era blanco como la nieve y fuerte como un roble.

Un día, veníamos de paseo bajando por la colonia Pancho Villa, se acercó en buen son a un grupo de albañiles que estaban chupando sentados en la banqueta. Un cabrón le aventó su mochila de herramientas a la altura de la panza “sácate a la chingada pinche perro” le sermoneó. Le grité que no le pegara. El viejo se levantó trastabillando para retarme. Rocky reaccionó pelando sus colmillos y gruñendo como un salvaje. El resto de los albañiles le dijeron al ruco que aguantara, que nos dejara en paz. Me sentí orgulloso por su valentía.

Con él, aprendí a perder el pavor enfermizo que me golpeó a los tres años en una piñata al encontrarme de frente a un Pastor Alemán en el patio de la fiesta. 

El miedo a los perros me persiguió por todas partes hasta los once años. Cientos de terrores se acumularon en mi espalda. Como cuando en Tehuacán Puebla me correteó el He-man durante tres vueltas seguidas a la manzana. Era un dálmata enorme como un caballo, musculoso como si levantara pesas, con areolas rosadas en ambos ojos, un maldito gandalla.

Entre mis llantos, rechiflas, y burlas de las marchantas que me veían desde el mercado en cada vuelta recorrida, supe que el infierno estaría lleno de perros persiguiéndome por la eternidad. Al final de mi maratón encontré la protección anhelada en los brazos de mi abuela María que me esperaba afuera del portón de la casa junto a mi familia. Nunca más volví a abrazarla con tal fuerza. A He-man lo agarró su dueño para encerrarlo en su casa entre madrazos, gritos y disculpas a mis padres.

El moquillo se llevó a Rocky en su primer año de vida. Nos recibió tambaleante, con la mirada perdida y todo jodido a nuestro regreso de un viaje de fin de semana a Veracruz. Lo inyectaron al medio día en la veterinaria Diagsa. Lo enterramos entre don Crispín, mi padre, y yo. Recuerdo su cuerpo rígido como una estatua mientras mi papá lo depositaba en el hoyo envuelto en una cobija. La lluvia de cal terminó por ocultar sus andanzas. A la familia llegó la bofetada de la inexperiencia en cuidados perrunos. Siempre le estaré agradecido por enseñarme a enfrentar mis temores y reconciliarme con los perros.

Lady llegó un fin de año cortesía de mi tío Miguel. Era una pequeña estopa blanca con gris, una Pastorcita Inglesa. Alegró nuestras vidas durante catorce años. Acostumbraba tragar un chingo de viruta del taller de carpintería improvisado por mi padre en el patio. La regañaba siempre que la descubría. El pecho se le llegó a tornar de un tono caoba porque se la pasada echada en el aserrín por horas. A su lado, recorrí a diario las calles del fraccionamiento. Mi carnal, Polo, Neto, Badajo, Edson, Virul, Jiño y la Memela, se unían a la caminata como ritual perpetuo. Cientos de kilómetros caminados en círculos durante años forjaron nuestra amistad. Parecíamos un puñado de peregrinos entre la neblina expiando nuestras culpas.

Un domingo por la mañana azotó en el piso bajando el escalón hacia mi recámara. Envuelto en una cruda terrible brinqué de la cama para ayudarla. Al levantarla, sus dos patas traseras oscilaban como un péndulo. La edad y sus achaques la alcanzaron con una fractura de cadera. “Pa, Luis, ayúdenme” grité desesperado. Estuve a su lado en la plancha metálica cuando el efecto de la inyección apagó la luz en sus ojos. Compré otro bulto de cal. La enterré con don Crispín en el campo.

La Chiquis nació a eso de las cinco de la mañana a un costado del comedor.  Fue la última de seis cachorros en llegar a este plano gracias a la improvisación de mi mamá como partera y la respiración de hocico a hocico que le brindó Lady con maestría al verla inerte en el piso, casi sin vida. Esa madrugada, quedé impactado por la violencia y sabiduría de la naturaleza. Las madres llevan consigo el universo entero.

Un sábado, al despertar de una batalla etílica con mis amigos en casa, se nos escaparon los seis cachorros hasta la avenida. Como teporochos desquiciados, Edson y yo, corrimos detrás de ellos deteniendo los autos y agarrando a cada bola de pelos desperdigada por el asfalto. Celebramos nuestro heroísmo con caguamas y carnitas.

Decidimos quedarnos con ella porque cada visita que llegaba a casa producía un mar de tristeza cuando escogían al cachorrito que más les gustaba. El Güero, el Oso, Dolores y el resto, fueron desapareciendo entre chillidos y congojas. Lady se hundía en un desconcierto total. Me miraba con desaprobación después de buscar y buscar pedazos de ella por los rincones de la casa. Chiquis corría debajo de las camas hasta que regresaba la calma con un hermano menos en el regimiento. 

Ayudó a su madre a que se esfumara la tristeza con el paso de los meses con su desobediencia diaria, fueron muy unidas. También se unió a las caminatas y bacanales con mis amigos. Nos despedimos una madrugada antes de irme al trabajo. Por la forma en que me miró supe que no la encontraría a mi regreso. Mi hermano y don Crispín enterraron trece años de afectos y aventuras junto a su madre en el campo con otro costalazo de cal. También la inyectaron.

Estoy sentado en el columpio. Saludo a don Crispín que viene bajando la calle. Ha sido el barrendero de este fraccionamiento por más de quince años. Un día llegó como perro perdido y jamás se fue. Encontró su hogar entre los vecinos y estas calles. Es moreno recio, chaparrón, con la camisa desabotonada le muestra su panza al mundo sin pudor. Siempre jala un sombrero de ranchero que debe apestar a todas las historias de la colonia. Ha burlado a la muerte en el quirófano un par de veces. Don Crispín es como un perro mestizo: duro de roer y parte de la comunidad. Lo considero un carnal porque supo guardar silencio a mi lado cuando me vio llorar mis pérdidas en el campo. 

Mientras olfatea entre la hierba le platico a Nara mis andanzas en otras tierras. Le cuento que hay un chingo de gente por todos lados; en el metro, en las avenidas, en los parques. Todos andan en busca de algo como sabuesos. Que a veces me ha ido de maravilla y, otras tantas, la ciudad se ha encargado de darme los madrazos necesarios para que le baje a mi ego. Que he conocido gente que ahora considero parte esencial en mi vida. Que he leído lo suficiente para saber que muchas veces he estado equivocado. Y que me siento bien de estar acá por algunos días para respirar lo familiar. Nuestro ritual a pesar de todo sigue vigente desde hace diez años o, al menos, así lo siento por la forma en que mi mira como si entendiera las pendejadas que le cuento.

Recuerdo cuando la conocí. Doña Silvia alcanzó a gritarme desde la reja de su casa “Paco ven a conocer a los hijos de Pupa”. La encontré en una batalla de Weimaranes contra sus ocho o nueve carnales en una tina color azul, como el cielo de sus ojos infinitos. Con mini gruñidos se abalanzó como una fiera a mordisquearme el pantalón. “Llévatela, yo sé que ustedes aman a los perros y va a ser muy querida” sentenció doña Silvia. Llegué a casa con las tortillas y ella en brazos. La mirada estupefacta de mis padres cuando la vieron lo dijo todo. La puse sobre la mesa; entre bostezos y un discreto ladrido selló su destino en nuestras vidas. Nadie se resistió a su encanto.

La llamamos Nara después de una junta familiar. Nara es de origen japonés, creo que significa reunión de sabios o algo así. Simplemente nos gustó para su estancia por acá. Nombre corto y directo con cierto halo angelical.

Un mes después de su llegada la dejé encargada con la familia para iniciar mi periplo en la gran Tenochtitlan. A partir de ahí, fui ausencia permanente en su vida. Todos los días marcaba a casa de mis padres preguntando por la familia y para saber cómo estaba. Juro que a veces era sólo para saber de ella. Escuchar sus ladridos a través de la bocina me reconfortaba.

Fue pieza medular para sobrellevar las ausencias irrecuperables en casa. Llenó con ladridos, hiperactividad y lealtad, el vacío que nace de las pérdidas. Mi madre y hermanos saben más de todo aquello. Aprendieron a enfrentar los días a su lado cuando la tristeza los atrapaba.

Dicen que los perros ven espectros. Lo creí cuando me dijeron que evitaba treparse a la cama por la ausencia de mi padre los primeros días. Respetó su espacio en la cama como muestra de luto. Alguien me dijo que cuando una persona muere, regresa a donde fue feliz antes de partir definitivamente. A veces pienso que lo llegó a ver. Luego, ocupó su espacio de forma definitiva para arrullar las noches de mi madre y contarle entre sueños que todo iba a estar bien. 

Yo jalé con mis penas lejos del terruño, desde donde ahora escribo. Cumplió a cabalidad su misión en este mundo: cuidar la fortaleza junto a mi madre y hermanos. Hacer la vida en manada algo más llevadero. Se convirtió en la costra de mamá para evitar que sangrara a chorros y cicatrizaran sus heridas. Lo pienso muy a menudo. 

Fue alma noble, la que siempre se quedó esperando el siguiente paseo. Me recibía entre lloriqueos y saltos a mis regresos en los cumpleaños, en las navidades y fin de semanas cuando llegaba de sorpresa. Me despedía con sus ladridos en tono de reclamo a un lado de mi jefa en la reja.

Los perros son maestros de la disciplina, esa que nos falta para enfrentar los días. Nos enseñan que no importa cómo está allá afuera, hay que salir contra viento y marea para aventarse un tiro con la vida. También son unos cabrones sin vergüenzas, saben dónde lanzarte sus encantos para terminar babeando por ellos. Son mañosos y convenencieros, algo de nosotros han aprendido. Y rebeldes a su manera.

A los perros no les interesa nuestro pasado y, mucho menos, nuestros egos torcidos disfrazados de toda esa parafernalia que montamos en fotos y cumpleaños perrunos pretendiendo desprenderlos a como dé lugar de su naturaleza para ridiculizarlos. Su misión en nuestras vidas es mucho más elevada y simple: mostrarnos el camino para paliar nuestras soledades, aprender de nosotros y ser menos culeros con el prójimo. Son maestros de la humildad que le hace falta a tres cuartas partes de la humanidad. Son un todo terreno y seguro irán contigo hasta el fin del mundo si se los pides. Aguantan vara cuando nos comportamos como desquiciados. Nos dan lecciones de vida con la sabiduría de su mirada. Son nuestros guías espirituales cuando no comprendemos ni un carajo el pinche mundo que habitamos. 

Hay días en que me veo nuevamente en el campo dando el rol con ellos. Esos blancos y grises inauditos en sus pelajes se llevaron todo el amor que pudimos ofrecerles entre caricias y arrumacos. Algo intraducible de la familia se llevaron tatuado en ustedes. Cada quien tiene su historia a su lado. Este es un fragmento de mis recuerdos. Sin saberlo, te tomo la última foto y grabo un video tuyo en el campo para llevármelo en los bolsillos. Morirás en un par de meses.

Las marcas de sus huellas caminan conmigo por estos lares. Me protegerán cuando los piense. El gris de la tormenta que se aproxima me los recuerda. Los encontraré en el reflejo de los charcos.


miércoles, 12 de enero de 2022

LVB o la brevedad extraordinaria




Si iniciar el esbozo de un proyecto o materializar un sueño pareciera en sí mismo algo lejano e imposible, llevarlo a cabo, representa aventarse un tiro con la espesura variopinta de nuestra existencia y los bemoles que la vida y sus circunstancias nos ponen a cada paso.

Ahora, que navegamos nuevamente otro oleaje infeccioso y que el encierro va tomando cada vez más tintes de perpetuidad, sólo resta a los temperamentos sensibles asirnos a nuestros fetiches e intentar crear un no mundo para transitar la debacle de lo que conocimos alguna vez como normalidad.

LVB es un trabajo que da cuenta de ello. Sale a flote en tiempos aciagos para remarcar que la imaginación puede ser un vastísimo universo para explorar otras latitudes. Pieza de orfebrería meticulosa por donde se le mire. Estamos frente a una alegoría bien ejecutada y trabajada por el equipo capitaneado por Gabo Sosa en la historia y guion, Eme de Armario en el arte y Renato Quiroga en el color, diseño y rótulos.

Haciendo homenaje o tomando como personaje principal al portento alemán, LVB nos muestra una narrativa en paralelo a todo lo que se pudo, puede o se seguirá aportando en torno a la figura de Beethoven en distintas ramas. Un mundo "improbable" bañado de retrofuturismo nace en estas páginas que viven y ven la luz en la mente del que teje historias que alguna vez pensó leer y que abren un abanico de bifurcaciones estilísticas para echar rienda suelta a la imaginación de viejos y nuevos lectores de novela gráfica en nuestro país.

Las ventanas a las que nos enfrentamos en cada una de sus viñetas, invita a universos alternos de alta fidelidad gracias al color que Renato le imprime sin reparos, instalándose en la psique de forma natural. El arte de Eme de Armario en cada cuadro crea instantes de profunda orfandad, soledad, abusos, ternura y por otros rumbos, se estaciona en la sobriedad que requiere el guion y la alucinación que lo contiene. Todo esto se logra con creces. Y me detengo en lo anterior como simple diletante del arte en general: sólo basta dejar a la sensibilidad hacer su magia.

LVB invita a dialogar con cada uno de los personajes que aparecen en sus páginas. No importa de dónde vengan. No importa en qué tiempo o tiempos se cuente la historia. No importa sin son parte medular de lo que se está planteando o son mero accidente provocado. Su esencia vive en seducir al lector de forma sutil y llevarlo a que él complete la historia; que reste o sume a su diálogo interno y obtenga una visión personalísima del universo al que ha sido invitado: ser cómplice de la lectura y el arte de sus creadores en el silencio.

Seguramente LVB quedará en el recuerdo entrañable de sus primeros lectores como el aviso de que nuevas cosas se estarán cocinando en el horno de Gabo y su equipo para deleite de sus seguidores. Y en lo sucesivo, sigan dando de qué hablar en la escena del comic nacional. Recomiendo ampliamente se hagan de un ejemplar, seguro estoy, no saldrán indemnes de su territorio. Pese a ser una lectura ágil, no demerita en lo absoluto la calidad de la obra. LVB pone de manifiesto que la brevedad también puede llegar a ser extraordinaria en este mundo al revés.

martes, 7 de septiembre de 2021

Yoga y coca: La otra cara del mundo rosa

 




La memoria, depósito de instantáneas donde se teje la telaraña —en cierta forma— de nuestro ajetreo en el mundo, es un asidero del que podemos echar mano a la hora de exponer y contarnos frente al otro. Si bien entregarse a la tarea “ociosa” de registrar el mapeo de nuestra vida por medio de la escritura y soldar diversos recovecos de la existencia bajo el verdugo inclemente del tiempo, es ya en sí misma una tarea ardua, que para diversos humores puede resultar una actividad por demás, irrelevante, no deja de sorprender que ciertas sensibilidades brillen en el entramado literario y tomen el riesgo de mostrar sin reservas el catálogo personal a manera de remix novelado, y seducir a lectores curiosos.

Yoga y coca, de Alejandra Maldonado (Dharma Books, 2021), es un ejercicio minucioso de reflexión e inconformidad permanente en clave de autoficción.  Irónico, inteligente, divertido, sin caer en el lugar común de narrar por narrar estancándose en el confesionario de las vivencias personales a secas. Nada de memoriales a la nostalgia. Acá nos enfrentamos a piezas breves que conforman una idea general y concreta de lo que habita en la mente de Blanca Potente —alter ego de Alejandra—, respecto a la frustración constante con los hombres, el consumo de sustancias, el amor, la pasión, la embustera publicidad, la amistad, y la pulsión constante por encontrar un remanso en el mundo.

Maldonado logra un engranaje de alto calibre desde el yo visceral sin clamar por la sororidad. Más bien intenta comprender a través de su escritura y aquilatar el peso de ser mujer en una sociedad cegada por el capitalismo salvaje. Pluma vigorosa impregnada de lucidez entrañable, en un tiempo donde pareciera que continúa vedado a la mujer expresar su libertad y, sobre todo, su goce. El machismo aborrece la idea de ver a la mujer gozar, y éste trabajo deja en claro todo lo contrario, habla por sí mismo desde una libertad que confronta: “Una noche nos saltamos a la alberca de la UNAM, nadamos a oscuras, la ciudad era nuestra, no la habitaba nadie más. Y entonces yo me dejaba gobernar”. Letras de fuego que causarán escozor en entes adoctrinados y simiescos “Yo estaba realizada con mi sueño del cabrón barriobajero que me hacía a su manera porque yo se lo estaba suplicando, esa noche maldita no satisfacía las ganas de ponerme sobre ti para traspasar el siguiente límite de mi carne. Y me quedé con ese preguntarme si sentirse así no sería un síntoma de ser ninfómana, porque aun con todo yo no estaba ni a cien kilómetros del orgasmo”.

La riqueza del libro se sostiene en la dualidad rítmica de los claroscuros del personaje principal, mismos que nacen en la adolescencia; fluyendo por cañerías emocionales hasta desembocar en esa encrucijada que experimenta en general el mundo femenino y sus dilemas: adentrarse en la cuarta década trastabillando frente al escrutinio público; sin hijos, soltera, gorda, sin casa propia, mascotas, camioneta, estabilidad financiera, bañada en piel de naranja, es decir, a millas del “empoderamiento” de clichés.

La sensación que desprenden sus páginas es la férrea búsqueda por alcanzar a toda costa la relación estable con el hombre “ideal”, y con ello, afianzar la idea del amor romántico que nos ha endilgado el cine rosa y toda la normativa social de la vieja guardia: “Cuando endioso a un hombre me es muy difícil derribar los monumentos ideológicos que le construí. Eso es lo que me hace mierda: todas las ideas, expectativas y escenas románticas estúpidas que no han sucedido ni sucederán, es como un saudade, pero en chafa”.

Y como todo en la vida, el camino será sinuoso, un despliegue narrativo que va desde el magnetismo hacia lo marginal, a lo corrosivo; haciendo del tránsito de la historia una variopinta ruta de excesos, goce, desilusiones, fiestas, artistas urbanos, soledad, despilfarro, mundillo publicitario, estados alterados y estancias en diversas latitudes, sosteniéndose en el estimulante y a la vez cansado peregrinar de los encuentros íntimos y el desasosiego. Sin embargo, siempre habrá un sostén para continuar: “Las drogas son sobre todo certeza, aunque sea efímera, un paliativo en un mundo de decepción generalizada”.

El presente convulso arropa la necesidad colectiva de clasificar, denostar y señalar a mansalva comportamientos “políticamente incorrectos”, “extravagantes”, “chuecos” e “insanos” desde la trinchera cobardona de lo telemático; donde los estandartes pontificadores de cualquier índole mutan en patologías sociales que saturan de significaciones vagas e inconexas la cotidianidad: la peste de nuestro tiempo. Se desgastan los días conectados en sociedades ególatras e hipócritas disfrazadas de “progresismo” de banqueta y selfie. Todo es un desmadre.

Sin embargo, Maldonado arremete y camina —a través de Blanca— la veta de la autodestrucción y cinismo de forma plena, sin grandilocuencia, de manera frontal, sin buscar el aplauso. Desde la mirada meticulosa de la angustia existencial, la irreverencia y la rebeldía como horizonte habitable, esta colección de historias breves forma una línea de varios gramos que nos invita a esnifar un soundtrack novelado de fina manufactura, sin fisuras. “Entre más vieja me hago, mi mente, instigada por la desesperación, se regodea en estupideces de esta naturaleza cada vez con más frecuencia. Estoy de atar. El apocalipsis se acerca”. Yoga y coca es un libro provocador y necesario para los tiempos que corren llevando la conversación rasposa al ring de los dogmas que nos circundan. Feminismo activo —si es que existe tal cosa— y no causas ciegas que pululan por doquier.

martes, 27 de julio de 2021

Breves impresiones gastronómicas

 

Apreciar la sazón de las ciudades a profundidad, es insignia de los ciudadanos de a pie. Cúmulo de voluntades que transitan y se entremezclan en el vaivén de la circunstancia, de la obligación, de la necesidad y la sorpresa cotidiana. Es por ello, que la comida callejera, cobra fuerza y renombre en urbanismos desorbitados como lo es la variopinta CDMX; donde el volver a casa -para saciar el hambre en horarios costumbristas- resulta una utopía, por demás, imposible.  Acá se disfruta la dicha de clavar el diente por las esquinas.

Paladear la extensa gama de cocinas que ofrece el tentempié urbano, es adentrarse en un safari de experiencias vitales a la hora de dar consuelo al estómago. La gastronomía de banqueta es la conciencia de las ciudades. Porque en el puesto, el mercado, la glorieta, el tianguis, la fonda o el barrio, podemos conocer de la mano de quien comercia los alimentos: la esencia, el arraigo, y la vastedad cultural que nos abraza. Es pasarse el mensaje de plato en plato en el frenesí de la romería. Por definirlo a ras de acera: la vida queda suspendida cuando te despachan una orden de tacos con un chingo de salsa.

Me recargo en algunas experiencias a manera de instantáneas para salivar el momento.

*

Recién estrenado en la urbe, tuve mi primer encuentro con la versión oficial que ofrece a granel la gran Tenochtitlán: la torta de tamal o guajolota. Estandarte que ondea en todo lo alto por cada rincón de la ciudad. Si bien, desde la infancia, todo mexicano que se respete ha probado el manjar nacional en diferentes presentaciones, latitudes, y momentos. Por acá, la movida recae en poder embutir el tamal en un bolillo. Cuestión alucinante, pues parece que la vida y los dilemas capitalinos deben encapsularse en un pan rebanado por la mitad. Es como hacer las paces con tus descalabros y sueños para continuar en el trajín de los días de forma práctica, sin relieves.  Con histrionismo demoledor, el despachador(a) ofrece las posibilidades del deleite al interior de su tamalera: “tengo de mole, de rajas, de dulce, de salsa verde, de salsa roja, de queso, fritos y suaves”.

Con mi extranjería en alto, prometí que jamás probaría ese híbrido citadino. Sin embargo, uno a uno, la cuadrilla en torno al puesto recibimos la ofrenda azteca con devota convicción. La jornada se tornaría pesada y había que estar preparados. Porque la torta de tamal es el combustible del chilango, metáfora de la masa social que inunda las calles en la vorágine cotidiana. “¿Suave o frito carnal?”. Bajo la tutela del instinto pedí un frito sin miramientos. Si de conocer se trata, el mejor remedio es rendirse ante lo desconocido. Entre la consistencia crujiente, la extravagancia del momento, la mezcla de grasa, el sabor, y la sensación de haberme llevado un tabique al estómago, aquella mañana a la altura del Hospital la Raza -en compañía de mis nuevos compinches del laburo- supe a conciencia que estaba saboreando el humor de la ciudad.

*

Teniendo como horizonte la cuenca del río Tuxpan, se encuentra el restaurante La Fe donde se preparan de forma magistral uno de los platillos típicos de la Huasteca Veracruzana: los bocoles. En compañía de mi padre, de mi madre y mis carnales, visité el espacio por allá de los años ochenta. Aún recuerdo el aroma a café recién hecho, el calor tropical que impregnaba el ambiente, la música proveniente de una grabadora en el rincón, y la amabilidad de las señoras regordetas que, con comal a la vista, elaboraban gruesos y pequeños discos de masa entre los cinco y diez centímetros de circunferencia para freírlos posteriormente en manteca de cerdo –ingrediente clave para otorgarle el sabor típico de la región-.

Una vez servidos, se deben cortar por la mitad para dejar escapar el aroma humeante de su hechura. Acto seguido, se rellenan con lo que dicte el antojo: frijoles de la olla, queso fresco, chicharrón, pollo guisado, carne deshebrada, crema, nata, y si no mal recuerdo, hasta camarones te sugieren. A más de treinta años de distancia, puedo ver la sonrisa de felicidad en los rostros de mis padres y hermanos entre bocado y bocado. Mientras, quien escribe, se llevó a la boca el sabor de las mañanas del norte del estado; detalle que guardo en el álbum entrañable de la infancia perdida, y que sigue vigente como el sabor refrescante de un escuís de grosella para acompañar el cobijo familiar. 

*

El mexicano promedio, experto en el arrojo a la hora de brindarse con el otro y ponerse hasta el hocico de ebrio, rastrea y encuentra refugio en esos paraderos para recobrar la conciencia y el alma vagabunda: las taquerías de madrugada. Si bien, en todo el territorio nacional existen infinidad de espacios que brindan la experiencia en horario diurno, la madrugada contiene en si misma esa vitalidad que seduce. De las diversas oportunidades que me regaló la noche Xalapeña, fue aparcar mi humanidad en la taquería Mi Ranchito. Lugar donde se ofertan las 24 horas, en cantidades vastas: los tacos de bistec, maciza, cueritos, suadero, pastor y los emblemáticos campechanos –revoltura de maciza, suadero, cueritos e ingredientes insospechados- que hacen de la bohemia un final de catálogo, aderezados con esa salsa verde que me hizo aullar en más de una ocasión, y otras tantas, implorar perdón en la taza del baño.

“¿Cuántos le sirvo güerever?” vociferan los taqueros para dar sosiego a los salvajes que coincidíamos en el sitio. “Deme dos de campecheshow con un chingo de salsa güera”. Entre sangritas, mirindas y pepsi, resbalan las ordenes a diestra y siniestra por el local. Todos los presentes entran en comunión monástica con el entorno y su borrachera. Porque en un país como el nuestro, golpeado y herido -desde tiempos inmemorables- por un puñado de siniestros buitres que van y vienen de generación en generación, el taco nos seduce con la falsa esperanza de tiempos mejores. En lo profundo de su ser, el mexicano sabe que la vida no vale nada sin taquear.

Es por ello, que bajo los influjos de la noche y el alcohol he ganado peleas, amigos, mujeres, prestigio, enemistades y con suma justeza he perdido la conciencia, dinero, dignidad, amoríos y el rumbo de mi vida; pero sobre todo, he conocido y gozado la dicha de hincar el diente en compañía de mis camaradas, y parodiar la vida en la alharaca etílica producto de las pasiones noctámbulas que me habitan. Todo Xalapeño que se digne de ser un borracho consumado, ha llegado alguna vez trastabillando en sus tropelías a ese oasis taquero – en la Av. Américas esquina con Independencia- a través de la penumbra. 

*

Tener la fortuna de acercarse a los sabores de tu tierra natal entre los días convulsos y acelerados de la Ciudad de México, es privilegio de unos cuantos. Aquel sábado, armado con una botella de ron, un seis de bohemia, y mi novatez provinciana transitando el monstruo de ciudad, llegué a la cita, allá, por el rumbo del Coloso de Santa Úrsula. La mesa del comedor se encontraba vestida de colores: jitomates, cebolla morada, limones, aguacate, sal, pimienta, aceite de oliva, tostadas, chile habanero, pescado, y otros secretos propios de los anfitriones.

Bajo la pericia de mi entrañable pareja de amigos –oriundos del mismo terruño que habíamos dejado kilómetros atrás- tuve mi primera lección para adentrarme en la preparación del ceviche de pescado. Durante su elaboración, los tragos se platicaron con enjundia relatando los pormenores de la experiencia diaria. La música -en todo momento- acompañó el picado fino de los ingredientes. La confección tomó su debido tiempo, abriendo paso a más cubas, a más parla, a más rolas, y las probadas intermitentes se hicieron presentes para dar el toque preciso y poder gozar del resultado.

Porque el saberse lejos de casa, reúne a los que traen nostalgia en el corazón. Porque es el momento ideal para sentarse a la mesa y reclamarle al mundo nuestro lugar: exponerle nuestras dudas, restregarle nuestros triunfos y derrotas, compartirle el dolor y la dicha que nos ha propinado, e interpretarnos desde varios flancos. Porque se requiere tomar nuevos bríos para decir que no nos vamos a rendir. “La línea es muy delgada, ¡aguas!” -decía mi carnalazo- en una ciudad que desea enamorarte y aniquilarte a cada instante. Fue la primera de muchas tardes acompañadas de la madrugada que mutaron con los años, en el ritual para perfeccionar el sabor del Golfo de México en el exilio y compartir de viva voz nuestras andanzas por la megalópolis. “Padre santo, tenemos que darle sentido a todo este desmadre. Si no ¿para qué chingados estamos acá?” son palabras que continúan retumbando en mis adentros, gracias por eso, Agustín. 

*

La mezcla de ingredientes en la elaboración de alimentos es un acto de fe. Es entregarse en cuerpo y alma a la esencia de nuestro pueblo y nuestro pasado. Si de algo tengo plena certeza, son los momentos en que me he reconciliado con el mundo y los que quiero por medio de la comida, los tragos, y la sobremesa. En el contexto pandémico que atravesamos, donde la incertidumbre se inmiscuye en todos los escenarios posibles, y la muerte vaga con sigilo a través del aire, la gastronomía de los territorios juega un papel relevante para dar otra tonalidad a la confusión itinerante. Todos necesitamos una pizca de paz para continuar. Porque la única garantía que poseemos es: desaparecer cualquier día, cerrando el telón de nuestra historia. O como lo sentencia esta joya del gran Sergio Pitol “Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, alguno amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas” y yo añadiría: uno, también es la gastronomía que te llevas -durante tu estancia en la tierra- a la buchaca de los recuerdos.

martes, 1 de junio de 2021

La cartografía de mi vida

 



El despertador brama con puntualidad a las siete de la mañana. Seguimos en pandemia. Al menos, conservo un ápice de fortuna al quedarme encerrado mientras el mundo prosigue en su caída inminente.  Enciendo el televisor. La noticia de la línea 12 del metro me deja helado: más de veinte muertos, tumulto, caos, lesionados regados en algún hospital y un largo convoy de desgracias los sepulta. Como siempre, el grueso de la población apoyando. Y como siempre, la autoridad cantinfleando ante las cámaras. Me queda claro que en este país –si se le puede llamar así- solo nos queda relamernos las heridas en solitario. Me aventuro a imaginar el último instante que experimentaron los que a partir de hoy serán una de tantas estadísticas: estruendo-vértigo-miedo-gritos-fierros-polvo-silencio-oscuridad-después-nada-se acabó.

***

Los ojitos de un pequeño ser me observan tintineantes mientras sigo desencajado en la pantalla. Estamos acostumbrados a los chingadazos en este remedo de país, pero esto: es el colmo. Correspondo con un “buenos días drogui”. Este saquito de pelos que emula a gizmo llegó a nuestras vidas producto de una tragedia. Suspiro. A él no le interesa la desgracia ajena pues se ha curtido en su experiencia, no necesita más miseria en su universo. Sin hacer mucho ruido para no despertar a la reina del hogar, nos enfundamos en los aditamentos para enfrentar el paseo: cubrebocas, careta, correa, bolsita para desechos, alcohol, llaves… lo necesario para no sentirnos desnudos ante el verdugo invisible. Bajamos desde el tercer nivel del edificio. Hace un frío Peroteño. Iniciamos nuestra ruta. 

Carrillo Puerto

Llevo poco más de nueve años transitando las mismas calles del barrio. He tejido historias en horizontal en ellas: como cuando olvidé en un taxi mi portafolio con todos mis dibujos, acuarelas y colores pastel. Seis cuadras adelante, entre el apoyo moral y chiflidos por parte de la gente alcancé el vehículo con los pulmones desechos y las piernas al revés. Todos vitorearon, fui dichoso. O como la primera vez que caminé la avenida junto a mi chica, sin percibirlo, daba inicio la aventura de nuestras vidas. Ahora en compañía de mi compinche, renuevo mi visión del entorno con ojos de otro mirar. Avanzamos por Felipe Carrillo Puerto rumbo al metro Colegio Militar. Estamos en la Colonia Anáhuac. Durante el trayecto intercambiamos miradas de complicidad, haciendo del instante nuestro código secreto. Observo su actitud a cada pasito que da. Seguimos siendo miopes como seres humanos. Su andar por descubrir nuevas tonalidades a lo mismo me cachetea, como leyendo las noticias de un periódico urbano. Saludo al viejito de la tienda llegando a la esquina de Lago Chalco. Metros adelante, el señor de la basura barre con enjundia la vida como si quisiera desaparecer la inmundicia en la que estamos atrapados, nos saludamos de acera a acera. A mano izquierda, se desgaja la vida de los soldados en su amansamiento cotidiano: corriendo en la pista, chapeando, pintando la reja sin fin que da vuelta a la manzana del Antiguo Colegio Militar y demás naderías. Dijera mi suegro “Cada quien”.

Afuera del metro saludo al don de los dulces, compro un Carlos V y le pregunto por su señora –que suele acompañarlo entre clorets, cigarros, halls, chocolates, cocadas y demás confitería-. “Se la llevó el pinche bicho joven, ni hablar, qué le puedo hacer, hay que seguirle chingando…” me pierdo en el agujero negro sin fondo de sus ojos. Alcanzo a balbucear un “lo siento, en verdad”. Lo dejo atrás en su desvencijada faena golosinera. La entrada del metro succiona uno a uno a sus comensales cotidianos: el festín urbano ha comenzado. Ojalá que lo que sea que esté allá arriba, abajo, o en la omnipresencia los acompañe. Vía telequinesis les deseo suerte pues la constante en la vida es la pérdida. 

Calzada México-Tacuba

Proseguimos a paso lento entre migas con otros caninos, los buenos días entre desconocidos y el ruido ensordecedor por la “renovación” de la México-Tacuba: obra sin fundamento y lógica alguna, más la de repartir el atraco de nuestros impuestos entre los cerdos. Llegamos al restaurante Chon y Chano que abrió sus puertas por allá de 1967 en la esquina con Salvador Díaz Mirón, dicen que se come bien. Un enjambre de trabajadores de la construcción rodea un puesto de tamales y atole: la dieta diaria de los que no se rajan. Cruzamos la calle pasando a un lado de la capilla de nuestra Señora de la Merced de las Huertas, un vestigio del siglo XVII que funge como metáfora de los años, del frenesí, de otra vida. Llegamos a la encrucijada de la Calzada México-Tacuba con Mar Mediterráneo donde uno de los miles de puestos de “hamburguesas al carbón” que pululan en la aldea capitalina se desdobla cual transformer para iniciar la jornada. Tengo la sospecha que son parte de un sindicato de hamburgueseros mafiosos, acá todo es posible. Caminamos con tranquilidad hasta llegar a las vías del tren en F.F.C.C. de Cuernavaca. La mirada droguirina hacia el horizonte me sugiere que tomemos el riesgo y nos aventuremos más allá del metro Popotla, confío en su sensatez perruna.

Árbol de la noche triste

Avanzamos a un costado del parque Cañitas, observamos a los remedos de “runners” perderse en sus laberintos a contra reloj reclamando al mundo que ellos no van a parar ante la debacle. Hace años llegué a correr en el estadio Xalapeño más de 20 kilómetros de un tirón. ¿En qué pensaba en aquella época? Hay que saber retirarse de la juerga cuando aún nos queda algo de dignidad. Me da pereza verlos. Volteo la vista hacia la otra acera “The Gym Silver” en la misma constante a través del cristal que da a la avenida: desesperación porque todo vuelva a ser como antes. ¿Qué fuimos antes? Nos alejamos a paso veloz. Más adelante, decidimos sentarnos en una banca a reposar y seguir en el fisgoneo. Contemplo lo que queda de aquel mito del árbol, de Hernán, de la noche, y de lo triste que sigue el panorama. Le pregunto a droguiño si le agrada el paisaje urbano. Con desgano me mira confirmando que estamos en la misma sintonía, es un sabio. A lo lejos una pareja discute acaloradamente, ella decide correr y él da la media vuelta encabronado. Tiempos cíclicos una y otra vez hasta el infinito. La brisa matinal me deja pensando en las leyendas y fantasmas que pululan por aquí. Escucho el rumor de las ánimas vagar entre el viento. “En este árbol lloró Hernán Cortés después de la derrota ante los defensores Aztecas” “Conmemoración de los 500 años de la noche victoriosa 30 de junio de 1520 - 30 de junio de 2020” dice la reluciente placa. ¿Mar Blanco o Instituto de Higiene? Damos paso redoblado por la calle de Higiene para exorcizar los espectros. Una pareja de ancianos camina de la mano con una bolsa de bolillos y un paquete de jamón. Su cháchara me inyecta una dosis de realidad: las cosas simples, lejos de la barbarie tecnológica que nos idiotiza es lo que nos otorga cierta tranquilidad y discreta felicidad. Los dejamos atrás por la callecita que nos arrastra hasta topar con una cerrada que me parece familiar.

Cerrada de Cañitas

Mientras avanzamos damos con la ubicación de un edificio maltratado. El letrero en el mismo lugar desde hace años está renovado “Se renta cajón con espacio amueblado para una persona $4,000”. Recuerdo cuando visité esta dirección: un don me llevó a lo más profundo del estacionamiento y con sensata ridiculez me dijo: “Aquí está el cajón joven” para después abrir una puertecita e introducirme en un espacio justo para la humanidad de un Hobbit -de dos por dos- con una catre jodidísimo, un intento de escritorio y una taza de baño envuelta en todo el sarro del mundo. “Supongo que tiene carro para que aproveche el cajón mi gallo”. Mi ignorancia provinciana se despejó al saber que así le denominan acá a los espacios para estacionar los vehículos, son oro molido. “Resuélvame mañana porque tengo gente en espera”. Supe entonces que había llegado a la ciudad del oprobio y el gandayismo. Días después el anuncio ya no estaba ¿Quién carajos vivirá ahí? Seguimos la ruta hasta llegar a la casa de un tal Trejo, un farsante que no merece mi atención, pero mi civilidad como guía turístico me impulsa a comentarle a mi peludo amigo que tras el portón color negro vive un simio timador, que bravuconea eternamente contra un sasquatch que ahora compite por una diputación y que el primer primate publicó varios libros infumables. Sin lugar a dudas la vida es absurda.

Mares, ríos y lagos

Damos vuelta en el callejón de Vereda Nacional. Todo es silencio y paisaje pueblerino, atrás dejamos el ruido vehicular. Asemeja a ciertas calles de Coatepec, Ver. Me siento cerca del terruño. Llegamos a la desembocadura de posibilidades: Mar Rojo, Mar Kara, Cda. de Mar Kara, Mar Blanco, Mar Adriático, Lago Garda, más allá Lago de Chapala, Lago de Como. Decidimos perdernos en el oleaje de Mar Kara. Nadamos entre patanería electoral pegada por todos lados, pinches cínicos. Drogui hace lo suyo meando un cartel tirado en la banqueta de un tal Rómulo, Roma, Romeo, Daniela Romo, qué se yo. Aplaudo su actitud. La guaracha suena en un edificio cercano. El aroma de las fondas me devuelve la cordura. Recuerdo la ausencia de los que dejaron huella en esta calle: Don Ramón el de la farmacia de Cda. de Mar Kara colgó los tenis el año pasado, la Sra. Martina vecina que vivió enfrente no volvió a experimentar una mañana desde hace tres semanas, el viene-viene de la zona también desapareció, dicen que le dieron a guardar un fierro. Caminar es dialogar con las ciudades, tomar su pulso, olfatear su historia, y comprender nuestro presente desde al anonimato.

                                                  El regreso

Tomamos el último descanso al pie de una frondosa jacaranda. Droguiño bosteza y observa en lontananza.  Este microcosmos que late día con día entre desembocaduras de ríos, espuma de mares y remanso de lagos, son parte de una ciudad dentro de otra ciudad que forman todas las ciudades que dan vida a la inefable CDMX. Imposible abarcarla en su complejidad y totalidad. Sin duda, esta urbe es una droga dura: una vez inhalada, jamás volverás a ser el mismo. Te escupe las veces que sean necesarias para hacerte entender lo diminuto e intranscendente que eres. Algo dentro de ti se rompe cuando la habitas y también algo nace en ti cuando la penetras. Monstruo que genera adicción por la belleza de sus avenidas, la magnitud de sus construcciones, lo aplastante de su dinamismo, y lo inenarrable de sus historias plagadas de ese exotismo que seduce como pocos. Gracias por todas las noches de bohemia que me has regalado: en las que me he perdido, gozado, y descalabrado con soberana desfachatez. Maldita ciudad, llevaré tatuada tus calles, tu smog y tu dicotomía perpetua en la cartografía de mi vida porque no tengo forma de negarte: te detesto y te anhelo en el subconsciente. Eres mía porque me he aventado un tiro contigo todos estos años. Porque aún conservo algo de esperanza. Sé que me la debes cabrona embustera. No me voy rendir. Son las 8:50 de la mañana, regresamos a casa montados en un pez vela admirando la cotidianidad de los que habitamos las costas de la Anáhuac.

 



miércoles, 26 de mayo de 2021

A veces

 


A veces, mirar hacia arriba consuela entre tanta alharaca y confusión en horizontal. Subir corriendo a la azotea del edificio y capturar lo fugaz. Ser feliz unos minutos. Respirar hondo.

sábado, 1 de mayo de 2021

Calzada de Tlalpan: Soundtrack de un viernes cualquiera

 


No me gustan los gatos. Son pedantes por naturaleza. Se saben suficientes en su andar fanfarrón, silencioso, y eso me desagrada. Son casi las nueve de la mañana. La resaca me avienta de la cama para deambular por la cocina. Destapo una cerveza para calmar el desierto que traigo en la garganta. Pongo a los Daft Punk para continuar en el mood de anoche. De días para acá me sienta bien escucharlos, sobre todo cuando a casi un año de este encierro el horizonte se vislumbra jodidón. Reviso el celular “No la vayas a cagar otra vez, paso por ti a las cinco para ir al cotorreo de Luly. Y no me salgas con tus ñoñerías”. ¿Quién es Luly?, me pregunto, mientras Veridis Quo se apodera del departamento.

El sólo pensar en la reunión a la que me invita el Buitro, en la que no conozco a nadie, y que según las coordenadas enviadas nos llevará hasta Calzada del Hueso, me pone quisquilloso. No he asistido a reuniones desde mucho antes de que iniciara el pandemónium. Creo que con la edad voy perdiendo el lubricante social, el feeling pues, y me caga casi toda la gente. Ahora soy selectivo en mis batallas: Con unos cuantos carnales en la vida basta para desflorar el mundo, o de plano, en ocasiones, prefiero ser un bebedor solitario: “Sin gente, sin líos, sin broncas, brother”.

*

Al Buitro lo conocí hace como nueve años, cuando mis trastabilleos me trajeron como Juan Diego hasta acá en busca del sueño capitalino. Nos hicimos compas en mi anterior trabajo por su buen oído musical, su valemadrismo y sarcasmo natural, su inteligencia, su brújula para los bares de medio pelo, y porque de vez en cuando hemos compartido, amanecido, y llorado los dolores del alma al calor de unos tragos. Sabe cuándo mantener la boca cerrada, escucha con atención para después clavarte ganchos de sabiduría etílica a la Max Demian. Me cae bien.

*

Esta ciudad es muchas ciudades apiladas en el mismo comal. Millones de humores, voluntades, sed de venganza, sed de sacrificio, sinsentidos e irreverencias te escupen su tufo a cada momento, me quedo pensando mientras destapo la segunda cerveza. La concentro en mi taza de Pearl Jam para disimular y me postro en la silla en modo zombi para encender el ordenador.

Una de las ventajas del encierro es poder estar crudo o ebrio en las ligas de la justicia del Zoom: reuniones sin sustancia con rostros que alguna vez tuvieron vida en la oficina. Hoy solo son estampillas virtuales que intentan balbucear y hacer mundo desde sus trincheras. Me caga esa frasecita tan hueca de: “te adaptas o mueres”. ¡Váyanse todos a la chingada!, ¡¿cuándo han estado vivos?!, les espeto mentalmente, mientras nos damos los buenos días emulando un grupo de neuróticos anónimos. Buenos días buenos días buenos días buenos días. Prosigo con mi chela, sonrío y me quedo mirando cualquier punto en la pantalla. Creo que me estoy empedando otra vez.

 17:40

Le digo al Buitro, que va mentando madres entre San Antonio Abad y Chabacano, que por las tardes Calzada de Tlalpan me parece una experiencia desoladora, triste, desgarradora. Toda la podredumbre empieza a emerger de sus cloacas mutando en su verdadera esencia: una metástasis kilométrica de vicios atravesada por un intestino naranja. “No mames, cabrón, ahí vas con tus pachequeras de nuevo. La vida hay que vivirla y ya; me caga cuando empiezas de poeta. Deberías de agradecer que te saqué de tu ratonera para que pases un buen rato. Aliviánate, men, vas a ver que con unos tragos y un chubi te pones en onda. Las vacunas ya vienen en camino, no hay pedo. Es más, te voy a presentar a Luly, que me ha estado preguntando por ti”. Lo miro de reojo, extrañado. “Ya sabes, trepé uno de esos recuerdos del Feis donde estamos en la foto que nos tomó mi ex cuando fuimos a ver a los Dinosaur Jr. en el Corona, ¿te acuerdas? Qué buen cotorreo esa vez”.

Pinches gatos ¿por qué me caen tan mal?, me pregunto, mientras mi compa sigue parlando que si quiero un toque para llegar chidos al cotorreo, que si el Corona y no sé qué rollos más. Un doctor Simi danza frenéticamente dibujando el sinsentido de la tarde, de la quincena, del tiempo, de la vida. Sincronizo mi ipod en el estéreo, le doy play al Where You Been y tomo una chela del asiento trasero. “¡Eso, chingao, ese es mi gallo!”, Sentencia el Buitro.

Out There

Los primeros riffs taladran mis oídos de manera portentosa aflorando sentimientos de nostalgia famélica. La misma sensación electrizante me llega de golpe, como cuando caminaba por el parque de Los Berros entre la niebla xalapeña. El sol empieza a desinflarse, Tlalpan deja de importarme, ya no escucho al Buitro, sólo estamos la aguardentosa voz de J Mascis y yo: “Maybe I’ve changed, just tell me was this all in vain? I know you’re out there, I know that space is not a race weren’t you invited?...”. Bebo más agüita amarilla. El sonido madreado de las guitarras me catapulta en instantáneas al vagabundeo de aquello que fui: recibo un centro de ensueño del botín de Mario Rodríguez para anotar un gol de tijera en los campos Juárez, es 1993, no tengo idea de la existencia de la banda y del impacto que causarán en mí años después. Dos teporochos están sentados observando hacia la nada entre mona y mona afuera de un Seven.

What Else Is New

Trepado en sensaciones, le adelanto a la playlist y pongo las que me descalabran para enmarcar la ruta. “¿Te acuerdas carnal? Qué pinche chingón estuvo ese toquín, su música es un buen viaje”, dice Buitrón. “Aguanta, aguanta, deja escuchar este pinche discazo, ten respeto”, le respondo. Observo los puestos cochambrosos de comida y reafirmo que los Dinosaurios deben de acompañarte en todo momento en esta y otras vidas: cotorreando con tus carnales en la esquina del Peñascal, por la zona UV, por Santos Degollado, Xalapeños ilustres, por San Cosme, Saturno, Neptuno, en la azotea de tu casa, por Jardines de Xalapa, en la Miguel Hidalgo, en la carretera, en la playa, al estar enamorado, cuando muere un ser querido, hasta llegar a este atolladero de vehículos en que me encuentro en el 2021. “I can’t take the strain, now what else in wrong? Sure, I’ll take the blame. Come on out now, it’s the only way…”. Le doy fuego al unicornio para soportar la vuelta de rueda a la que vamos. Somos tortugas enfiladas al matadero. Sólo hemos avanzado dos estaciones. Hasta el metro parece veloz. Al paso que vamos llegaremos mañana. Cuando estás bajoneado, cualquier detalle, por mínimo que sea, te cobra factura.

On the Way

Le digo al Buitro que los gatos están sobrevalorados. No hacen más que cagar y mear en sus arenales que solícitos sus dueños limpian cual fervientes mucamos. “¡A huevo! Pinche cliché de artistas y temperamentos pretenciosos”, me responde. “Así es carnal, es que tuve una pesadilla con gatos anoche, es todo. Mejor súbele a esa madre. La rola me inyecta fuerzas desde otra galaxia”. “I’ve been a wreck so long It’s hard to pull it back, but I’m on it, and I want it, and you flaunt it… and It wakes me, and it takes me, and it rapes me gone away. All the way…”. Estos cabrones debieron engalanar el cierre aquella noche en 2013 y no los piteros de Phoenix convocando rebaños de poses hipsterianas. Dejamos atrás Villa de Cortés. La cola del diablo hace efecto.

Get me

Ya puesto, pienso en todas las vidas que se han esfumado con el bicho. Recuerdo pérdidas de seres muy queridos. Hoy ya no existen, son y serán enunciación permanente. Me embarga una sensación indescifrable. “Ahorita que lleguemos compramos en el Oxxo unas botellas para llegar al cien, maestro”. “Ya vas”, le contesto. Añade el Buitrón que van a ir como quince personas o quizás un poco más. Es el cumpleaños de Luly y sus valedores de diseño le armaron el guateque. ¡Qué poca madre tengo! directo y sin escalas a la sinsusana. A unos metros veo a un repartidor tirado en el asfalto, lo auxilian un par de camilleros. Alcanzo a ver la fractura expuesta a la altura de la rodilla. “¡No mames, qué loco!”, vocifera el Buitro. Me viene a la mente Familia de medianoche, documental que me aventé el año pasado, el cual retrata las peripecias y vejaciones a las que se enfrenta una familia chambeando en su ambulancia en esta plasta urbana. Respeto y aplaudo lo solícito de la intervención de esos jóvenes. Está cabrón ganarse la vida en esta aldea, acá todo es rapiña. Una estrellita en la frente para mí: me siento empático y pachón. “Well, every dream is shot by daylight, and I pray that maybe you’re right, But if you don’t, maybe I might. ‘Cause it’s on…”. La desgracia se pierde entre vehículos quedando atrapada en una postal de la Portales. Un nudo en la garganta me advierte que esto no va a acabar bien.

18:55 o Roof garden

El Buitro toca el timbre. Una voz femenina y la camarita del interfón nos escudriñan “Qué onda, chulis, ahorita te abro. Te jalas al fondo hasta llegar al elevador y puchas el seis”. Nos da acceso. Salimos a un “roof garden”. Me tranquiliza un leve saber que nuestros humores y microbios se perderán en el smog de la noche. “Te presento a Pancho”, dice Buitro. “Hola, mucho gusto, soy Luly”, dice. “Hola, ¿qué tal?”, le contesto. En efecto, son poco menos de quince personas repartidas en las consecuencias artificiales de la verticalidad, del “dinamismo” y el cinismo por parte de los magnates de la construcción. Me queda claro que los tan anhelados roof han mutado en la meta aspiracional del que tiene acceso a tales “beneficios” en ciudades impostadas. Varillas y cemento como testigos de tu insignificancia: hipotecar tu existencia por un pedazo de cielo. A mis espaldas llega un tumulto como de cinco personas más saliendo del elevador. Me dirijo a la barra para dejar las compras. “¡Hooola!... Pon las botellas de este lado y la botana por allá pooorfiiis”, me saca de mi rufgardenera apreciación mental una vocecita agridulce proveniente de una pelirroja escuálida.

 Mi mujer-House-Bichota

Dos felinos deambulan entre las risas y cháchara de los invitados. La noche resbala al ritmo de Nicolas Jaar. Cuando llego a lugares donde hay gatos me pongo alerta: la envidia y la traición están en el ambiente, no es un lugar seguro. Me encuentro en un semicírculo junto a Luly, al Buitro, que está en vías de agarrar una soberana peda, y tres chicas cuyos nombres olvidé. Parlotean lo trending: “Es súper tóxico todo ese rollo amiga… me siento vulnerada todo el tiempo; ¡puercos!, por eso debemos levantar la voz: Se va a caer…”. Por otro lado, las bocinas reclaman: “Dónde está mi mujer, en la calle, por acá, por allá, por allá y por allá, ¿has visto mi mujer?…”. En silencio sigo asintiendo, elucubrando y tragando ron. Estoy a punto de intervenir, cambian de rola y el ambiente se torna efervescente en la azotea. “Salgo acicalá de pie a tope porque puede ser que con el culo mío te tope…”. “No mames, es Bichota, güey, vamos a bailar”, sentencia una de ellas. Se pierden a unos metros de nosotros para contonearse sin reparos. Todo me queda muy claro. Doy gracias por quedarme callado. Suspiro, prendo un cigarro, miro las luces de la ciudad que simulan una maqueta sin fin. Quiero desaparecer.

 Going Home

Voy en el taxi rumbo al metro. Espero alcanzar el último convoy. Quedé con Luly en vernos otro día, quién sabe. Buitro se quedó balbuceando con su ex morra, la Lorena, que no sé a qué hora apareció. Ahora entiendo tanta insistencia por venir al desmadrito: somos adictos al masoquismo presencial, o al fisgoneo de simulaciones telemáticas en esa olla hirviente que son las redes. Es su pedo. Me trepo en el penúltimo vagón, casi vacío. Regreso al ipod. A través del cristal observo uno que otro ente deambular sin rumbo por la calzada, prostitutas en espera del sustento, ratas comiendo las sobras del frenesí diurno, dos perros intentando coger afuera de una taquería tristona, el letrero de un gimnasio como de la Segunda Guerra Mundial donde dice: “Promoción $1,200 por un año”. Alcanzo a ver en el último vagón un par de jotos que se van masturbando. La tripa naranja es el pulso de la urbe. “Llévame a casa por favor”, le susurro.

“I want to tell you that I miss you But I'm pissed you blew me off, I'm goin' home. No more meetin', I been beaten Go ahead fake it, I can't shake it”. Where You Been es una joya que brilla por su melancólica fuerza. La voz de J Mascis alcanza la estridencia poética en cada nota. La banda de Massachusetts es el postre para los días en que nada sale bien. Compañero del paisaje interior de las miserias, de la enunciación, y los destellos de felicidad. A veintiocho años de distancia sigue vigente y poderoso. En Where You Been encuentro la melcocha para mi temperamento agridulce. “By the pound the tension's mountin', wrapped around me, feelin' tight. I'm goin' home…”. Se aproximan las fauces del túnel que nos engullirá hacia Pino Suárez. Lo penetro delicadamente, me pierdo en las entrañas del monstruo.