miércoles, 27 de julio de 2022

La cal de mis recuerdos

 


Para el Dr. Rivas, Nara y los que ya no están

Los perros siempre llegaron a la familia como ofrendas, jamás hemos comprado uno. Algo ve la gente en nosotros para confiarnos su destino. El 28 de mayo fue nuestro último paseo. Como de costumbre, corrió a husmear al otro extremo del campo donde se encuentran enterrados el Rocky, la Lady y la Chiquis. Aún alcanzo a ver su brillo grisáceo a la distancia.

El primer perro que llegó a la familia fue Rocky, regalo de un paciente agradecido con mi padre. Una cruza de Alaska con Samoyedo nacido en una imprenta de la calle Encanto. Un pinche vago que a diario soltaba mi madre cuando nos íbamos a la escuela y regresaba puntual a medio día. Sus aventuras las vivió entre la vagancia y conocimiento de las calles de la colonia. En ocasiones, al regreso de la secundaria, aparecía doblando la esquina como a dos cuadras de casa, al vernos, galopaba terriblemente hermoso a nuestro encuentro. Otras veces, aparecía en chinga correteado por jaurías de otros vagos como él. En alguna bronca se habría metido. Era blanco como la nieve y fuerte como un roble.

Un día, veníamos de paseo bajando por la colonia Pancho Villa, se acercó en buen son a un grupo de albañiles que estaban chupando sentados en la banqueta. Un cabrón le aventó su mochila de herramientas a la altura de la panza “sácate a la chingada pinche perro” le sermoneó. Le grité que no le pegara. El viejo se levantó trastabillando para retarme. Rocky reaccionó pelando sus colmillos y gruñendo como un salvaje. El resto de los albañiles le dijeron al ruco que aguantara, que nos dejara en paz. Me sentí orgulloso por su valentía.

Con él, aprendí a perder el pavor enfermizo que me golpeó a los tres años en una piñata al encontrarme de frente a un Pastor Alemán en el patio de la fiesta. 

El miedo a los perros me persiguió por todas partes hasta los once años. Cientos de terrores se acumularon en mi espalda. Como cuando en Tehuacán Puebla me correteó el He-man durante tres vueltas seguidas a la manzana. Era un dálmata enorme como un caballo, musculoso como si levantara pesas, con areolas rosadas en ambos ojos, un maldito gandalla.

Entre mis llantos, rechiflas, y burlas de las marchantas que me veían desde el mercado en cada vuelta recorrida, supe que el infierno estaría lleno de perros persiguiéndome por la eternidad. Al final de mi maratón encontré la protección anhelada en los brazos de mi abuela María que me esperaba afuera del portón de la casa junto a mi familia. Nunca más volví a abrazarla con tal fuerza. A He-man lo agarró su dueño para encerrarlo en su casa entre madrazos, gritos y disculpas a mis padres.

El moquillo se llevó a Rocky en su primer año de vida. Nos recibió tambaleante, con la mirada perdida y todo jodido a nuestro regreso de un viaje de fin de semana a Veracruz. Lo inyectaron al medio día en la veterinaria Diagsa. Lo enterramos entre don Crispín, mi padre, y yo. Recuerdo su cuerpo rígido como una estatua mientras mi papá lo depositaba en el hoyo envuelto en una cobija. La lluvia de cal terminó por ocultar sus andanzas. A la familia llegó la bofetada de la inexperiencia en cuidados perrunos. Siempre le estaré agradecido por enseñarme a enfrentar mis temores y reconciliarme con los perros.

Lady llegó un fin de año cortesía de mi tío Miguel. Era una pequeña estopa blanca con gris, una Pastorcita Inglesa. Alegró nuestras vidas durante catorce años. Acostumbraba tragar un chingo de viruta del taller de carpintería improvisado por mi padre en el patio. La regañaba siempre que la descubría. El pecho se le llegó a tornar de un tono caoba porque se la pasada echada en el aserrín por horas. A su lado, recorrí a diario las calles del fraccionamiento. Mi carnal, Polo, Neto, Badajo, Edson, Virul, Jiño y la Memela, se unían a la caminata como ritual perpetuo. Cientos de kilómetros caminados en círculos durante años forjaron nuestra amistad. Parecíamos un puñado de peregrinos entre la neblina expiando nuestras culpas.

Un domingo por la mañana azotó en el piso bajando el escalón hacia mi recámara. Envuelto en una cruda terrible brinqué de la cama para ayudarla. Al levantarla, sus dos patas traseras oscilaban como un péndulo. La edad y sus achaques la alcanzaron con una fractura de cadera. “Pa, Luis, ayúdenme” grité desesperado. Estuve a su lado en la plancha metálica cuando el efecto de la inyección apagó la luz en sus ojos. Compré otro bulto de cal. La enterré con don Crispín en el campo.

La Chiquis nació a eso de las cinco de la mañana a un costado del comedor.  Fue la última de seis cachorros en llegar a este plano gracias a la improvisación de mi mamá como partera y la respiración de hocico a hocico que le brindó Lady con maestría al verla inerte en el piso, casi sin vida. Esa madrugada, quedé impactado por la violencia y sabiduría de la naturaleza. Las madres llevan consigo el universo entero.

Un sábado, al despertar de una batalla etílica con mis amigos en casa, se nos escaparon los seis cachorros hasta la avenida. Como teporochos desquiciados, Edson y yo, corrimos detrás de ellos deteniendo los autos y agarrando a cada bola de pelos desperdigada por el asfalto. Celebramos nuestro heroísmo con caguamas y carnitas.

Decidimos quedarnos con ella porque cada visita que llegaba a casa producía un mar de tristeza cuando escogían al cachorrito que más les gustaba. El Güero, el Oso, Dolores y el resto, fueron desapareciendo entre chillidos y congojas. Lady se hundía en un desconcierto total. Me miraba con desaprobación después de buscar y buscar pedazos de ella por los rincones de la casa. Chiquis corría debajo de las camas hasta que regresaba la calma con un hermano menos en el regimiento. 

Ayudó a su madre a que se esfumara la tristeza con el paso de los meses con su desobediencia diaria, fueron muy unidas. También se unió a las caminatas y bacanales con mis amigos. Nos despedimos una madrugada antes de irme al trabajo. Por la forma en que me miró supe que no la encontraría a mi regreso. Mi hermano y don Crispín enterraron trece años de afectos y aventuras junto a su madre en el campo con otro costalazo de cal. También la inyectaron.

Estoy sentado en el columpio. Saludo a don Crispín que viene bajando la calle. Ha sido el barrendero de este fraccionamiento por más de quince años. Un día llegó como perro perdido y jamás se fue. Encontró su hogar entre los vecinos y estas calles. Es moreno recio, chaparrón, con la camisa desabotonada le muestra su panza al mundo sin pudor. Siempre jala un sombrero de ranchero que debe apestar a todas las historias de la colonia. Ha burlado a la muerte en el quirófano un par de veces. Don Crispín es como un perro mestizo: duro de roer y parte de la comunidad. Lo considero un carnal porque supo guardar silencio a mi lado cuando me vio llorar mis pérdidas en el campo. 

Mientras olfatea entre la hierba le platico a Nara mis andanzas en otras tierras. Le cuento que hay un chingo de gente por todos lados; en el metro, en las avenidas, en los parques. Todos andan en busca de algo como sabuesos. Que a veces me ha ido de maravilla y, otras tantas, la ciudad se ha encargado de darme los madrazos necesarios para que le baje a mi ego. Que he conocido gente que ahora considero parte esencial en mi vida. Que he leído lo suficiente para saber que muchas veces he estado equivocado. Y que me siento bien de estar acá por algunos días para respirar lo familiar. Nuestro ritual a pesar de todo sigue vigente desde hace diez años o, al menos, así lo siento por la forma en que mi mira como si entendiera las pendejadas que le cuento.

Recuerdo cuando la conocí. Doña Silvia alcanzó a gritarme desde la reja de su casa “Paco ven a conocer a los hijos de Pupa”. La encontré en una batalla de Weimaranes contra sus ocho o nueve carnales en una tina color azul, como el cielo de sus ojos infinitos. Con mini gruñidos se abalanzó como una fiera a mordisquearme el pantalón. “Llévatela, yo sé que ustedes aman a los perros y va a ser muy querida” sentenció doña Silvia. Llegué a casa con las tortillas y ella en brazos. La mirada estupefacta de mis padres cuando la vieron lo dijo todo. La puse sobre la mesa; entre bostezos y un discreto ladrido selló su destino en nuestras vidas. Nadie se resistió a su encanto.

La llamamos Nara después de una junta familiar. Nara es de origen japonés, creo que significa reunión de sabios o algo así. Simplemente nos gustó para su estancia por acá. Nombre corto y directo con cierto halo angelical.

Un mes después de su llegada la dejé encargada con la familia para iniciar mi periplo en la gran Tenochtitlan. A partir de ahí, fui ausencia permanente en su vida. Todos los días marcaba a casa de mis padres preguntando por la familia y para saber cómo estaba. Juro que a veces era sólo para saber de ella. Escuchar sus ladridos a través de la bocina me reconfortaba.

Fue pieza medular para sobrellevar las ausencias irrecuperables en casa. Llenó con ladridos, hiperactividad y lealtad, el vacío que nace de las pérdidas. Mi madre y hermanos saben más de todo aquello. Aprendieron a enfrentar los días a su lado cuando la tristeza los atrapaba.

Dicen que los perros ven espectros. Lo creí cuando me dijeron que evitaba treparse a la cama por la ausencia de mi padre los primeros días. Respetó su espacio en la cama como muestra de luto. Alguien me dijo que cuando una persona muere, regresa a donde fue feliz antes de partir definitivamente. A veces pienso que lo llegó a ver. Luego, ocupó su espacio de forma definitiva para arrullar las noches de mi madre y contarle entre sueños que todo iba a estar bien. 

Yo jalé con mis penas lejos del terruño, desde donde ahora escribo. Cumplió a cabalidad su misión en este mundo: cuidar la fortaleza junto a mi madre y hermanos. Hacer la vida en manada algo más llevadero. Se convirtió en la costra de mamá para evitar que sangrara a chorros y cicatrizaran sus heridas. Lo pienso muy a menudo. 

Fue alma noble, la que siempre se quedó esperando el siguiente paseo. Me recibía entre lloriqueos y saltos a mis regresos en los cumpleaños, en las navidades y fin de semanas cuando llegaba de sorpresa. Me despedía con sus ladridos en tono de reclamo a un lado de mi jefa en la reja.

Los perros son maestros de la disciplina, esa que nos falta para enfrentar los días. Nos enseñan que no importa cómo está allá afuera, hay que salir contra viento y marea para aventarse un tiro con la vida. También son unos cabrones sin vergüenzas, saben dónde lanzarte sus encantos para terminar babeando por ellos. Son mañosos y convenencieros, algo de nosotros han aprendido. Y rebeldes a su manera.

A los perros no les interesa nuestro pasado y, mucho menos, nuestros egos torcidos disfrazados de toda esa parafernalia que montamos en fotos y cumpleaños perrunos pretendiendo desprenderlos a como dé lugar de su naturaleza para ridiculizarlos. Su misión en nuestras vidas es mucho más elevada y simple: mostrarnos el camino para paliar nuestras soledades, aprender de nosotros y ser menos culeros con el prójimo. Son maestros de la humildad que le hace falta a tres cuartas partes de la humanidad. Son un todo terreno y seguro irán contigo hasta el fin del mundo si se los pides. Aguantan vara cuando nos comportamos como desquiciados. Nos dan lecciones de vida con la sabiduría de su mirada. Son nuestros guías espirituales cuando no comprendemos ni un carajo el pinche mundo que habitamos. 

Hay días en que me veo nuevamente en el campo dando el rol con ellos. Esos blancos y grises inauditos en sus pelajes se llevaron todo el amor que pudimos ofrecerles entre caricias y arrumacos. Algo intraducible de la familia se llevaron tatuado en ustedes. Cada quien tiene su historia a su lado. Este es un fragmento de mis recuerdos. Sin saberlo, te tomo la última foto y grabo un video tuyo en el campo para llevármelo en los bolsillos. Morirás en un par de meses.

Las marcas de sus huellas caminan conmigo por estos lares. Me protegerán cuando los piense. El gris de la tormenta que se aproxima me los recuerda. Los encontraré en el reflejo de los charcos.