martes, 7 de septiembre de 2021

Yoga y coca: La otra cara del mundo rosa

 




La memoria, depósito de instantáneas donde se teje la telaraña —en cierta forma— de nuestro ajetreo en el mundo, es un asidero del que podemos echar mano a la hora de exponer y contarnos frente al otro. Si bien entregarse a la tarea “ociosa” de registrar el mapeo de nuestra vida por medio de la escritura y soldar diversos recovecos de la existencia bajo el verdugo inclemente del tiempo, es ya en sí misma una tarea ardua, que para diversos humores puede resultar una actividad por demás, irrelevante, no deja de sorprender que ciertas sensibilidades brillen en el entramado literario y tomen el riesgo de mostrar sin reservas el catálogo personal a manera de remix novelado, y seducir a lectores curiosos.

Yoga y coca, de Alejandra Maldonado (Dharma Books, 2021), es un ejercicio minucioso de reflexión e inconformidad permanente en clave de autoficción.  Irónico, inteligente, divertido, sin caer en el lugar común de narrar por narrar estancándose en el confesionario de las vivencias personales a secas. Nada de memoriales a la nostalgia. Acá nos enfrentamos a piezas breves que conforman una idea general y concreta de lo que habita en la mente de Blanca Potente —alter ego de Alejandra—, respecto a la frustración constante con los hombres, el consumo de sustancias, el amor, la pasión, la embustera publicidad, la amistad, y la pulsión constante por encontrar un remanso en el mundo.

Maldonado logra un engranaje de alto calibre desde el yo visceral sin clamar por la sororidad. Más bien intenta comprender a través de su escritura y aquilatar el peso de ser mujer en una sociedad cegada por el capitalismo salvaje. Pluma vigorosa impregnada de lucidez entrañable, en un tiempo donde pareciera que continúa vedado a la mujer expresar su libertad y, sobre todo, su goce. El machismo aborrece la idea de ver a la mujer gozar, y éste trabajo deja en claro todo lo contrario, habla por sí mismo desde una libertad que confronta: “Una noche nos saltamos a la alberca de la UNAM, nadamos a oscuras, la ciudad era nuestra, no la habitaba nadie más. Y entonces yo me dejaba gobernar”. Letras de fuego que causarán escozor en entes adoctrinados y simiescos “Yo estaba realizada con mi sueño del cabrón barriobajero que me hacía a su manera porque yo se lo estaba suplicando, esa noche maldita no satisfacía las ganas de ponerme sobre ti para traspasar el siguiente límite de mi carne. Y me quedé con ese preguntarme si sentirse así no sería un síntoma de ser ninfómana, porque aun con todo yo no estaba ni a cien kilómetros del orgasmo”.

La riqueza del libro se sostiene en la dualidad rítmica de los claroscuros del personaje principal, mismos que nacen en la adolescencia; fluyendo por cañerías emocionales hasta desembocar en esa encrucijada que experimenta en general el mundo femenino y sus dilemas: adentrarse en la cuarta década trastabillando frente al escrutinio público; sin hijos, soltera, gorda, sin casa propia, mascotas, camioneta, estabilidad financiera, bañada en piel de naranja, es decir, a millas del “empoderamiento” de clichés.

La sensación que desprenden sus páginas es la férrea búsqueda por alcanzar a toda costa la relación estable con el hombre “ideal”, y con ello, afianzar la idea del amor romántico que nos ha endilgado el cine rosa y toda la normativa social de la vieja guardia: “Cuando endioso a un hombre me es muy difícil derribar los monumentos ideológicos que le construí. Eso es lo que me hace mierda: todas las ideas, expectativas y escenas románticas estúpidas que no han sucedido ni sucederán, es como un saudade, pero en chafa”.

Y como todo en la vida, el camino será sinuoso, un despliegue narrativo que va desde el magnetismo hacia lo marginal, a lo corrosivo; haciendo del tránsito de la historia una variopinta ruta de excesos, goce, desilusiones, fiestas, artistas urbanos, soledad, despilfarro, mundillo publicitario, estados alterados y estancias en diversas latitudes, sosteniéndose en el estimulante y a la vez cansado peregrinar de los encuentros íntimos y el desasosiego. Sin embargo, siempre habrá un sostén para continuar: “Las drogas son sobre todo certeza, aunque sea efímera, un paliativo en un mundo de decepción generalizada”.

El presente convulso arropa la necesidad colectiva de clasificar, denostar y señalar a mansalva comportamientos “políticamente incorrectos”, “extravagantes”, “chuecos” e “insanos” desde la trinchera cobardona de lo telemático; donde los estandartes pontificadores de cualquier índole mutan en patologías sociales que saturan de significaciones vagas e inconexas la cotidianidad: la peste de nuestro tiempo. Se desgastan los días conectados en sociedades ególatras e hipócritas disfrazadas de “progresismo” de banqueta y selfie. Todo es un desmadre.

Sin embargo, Maldonado arremete y camina —a través de Blanca— la veta de la autodestrucción y cinismo de forma plena, sin grandilocuencia, de manera frontal, sin buscar el aplauso. Desde la mirada meticulosa de la angustia existencial, la irreverencia y la rebeldía como horizonte habitable, esta colección de historias breves forma una línea de varios gramos que nos invita a esnifar un soundtrack novelado de fina manufactura, sin fisuras. “Entre más vieja me hago, mi mente, instigada por la desesperación, se regodea en estupideces de esta naturaleza cada vez con más frecuencia. Estoy de atar. El apocalipsis se acerca”. Yoga y coca es un libro provocador y necesario para los tiempos que corren llevando la conversación rasposa al ring de los dogmas que nos circundan. Feminismo activo —si es que existe tal cosa— y no causas ciegas que pululan por doquier.

martes, 27 de julio de 2021

Breves impresiones gastronómicas

 

Apreciar la sazón de las ciudades a profundidad, es insignia de los ciudadanos de a pie. Cúmulo de voluntades que transitan y se entremezclan en el vaivén de la circunstancia, de la obligación, de la necesidad y la sorpresa cotidiana. Es por ello, que la comida callejera, cobra fuerza y renombre en urbanismos desorbitados como lo es la variopinta CDMX; donde el volver a casa -para saciar el hambre en horarios costumbristas- resulta una utopía, por demás, imposible.  Acá se disfruta la dicha de clavar el diente por las esquinas.

Paladear la extensa gama de cocinas que ofrece el tentempié urbano, es adentrarse en un safari de experiencias vitales a la hora de dar consuelo al estómago. La gastronomía de banqueta es la conciencia de las ciudades. Porque en el puesto, el mercado, la glorieta, el tianguis, la fonda o el barrio, podemos conocer de la mano de quien comercia los alimentos: la esencia, el arraigo, y la vastedad cultural que nos abraza. Es pasarse el mensaje de plato en plato en el frenesí de la romería. Por definirlo a ras de acera: la vida queda suspendida cuando te despachan una orden de tacos con un chingo de salsa.

Me recargo en algunas experiencias a manera de instantáneas para salivar el momento.

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Recién estrenado en la urbe, tuve mi primer encuentro con la versión oficial que ofrece a granel la gran Tenochtitlán: la torta de tamal o guajolota. Estandarte que ondea en todo lo alto por cada rincón de la ciudad. Si bien, desde la infancia, todo mexicano que se respete ha probado el manjar nacional en diferentes presentaciones, latitudes, y momentos. Por acá, la movida recae en poder embutir el tamal en un bolillo. Cuestión alucinante, pues parece que la vida y los dilemas capitalinos deben encapsularse en un pan rebanado por la mitad. Es como hacer las paces con tus descalabros y sueños para continuar en el trajín de los días de forma práctica, sin relieves.  Con histrionismo demoledor, el despachador(a) ofrece las posibilidades del deleite al interior de su tamalera: “tengo de mole, de rajas, de dulce, de salsa verde, de salsa roja, de queso, fritos y suaves”.

Con mi extranjería en alto, prometí que jamás probaría ese híbrido citadino. Sin embargo, uno a uno, la cuadrilla en torno al puesto recibimos la ofrenda azteca con devota convicción. La jornada se tornaría pesada y había que estar preparados. Porque la torta de tamal es el combustible del chilango, metáfora de la masa social que inunda las calles en la vorágine cotidiana. “¿Suave o frito carnal?”. Bajo la tutela del instinto pedí un frito sin miramientos. Si de conocer se trata, el mejor remedio es rendirse ante lo desconocido. Entre la consistencia crujiente, la extravagancia del momento, la mezcla de grasa, el sabor, y la sensación de haberme llevado un tabique al estómago, aquella mañana a la altura del Hospital la Raza -en compañía de mis nuevos compinches del laburo- supe a conciencia que estaba saboreando el humor de la ciudad.

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Teniendo como horizonte la cuenca del río Tuxpan, se encuentra el restaurante La Fe donde se preparan de forma magistral uno de los platillos típicos de la Huasteca Veracruzana: los bocoles. En compañía de mi padre, de mi madre y mis carnales, visité el espacio por allá de los años ochenta. Aún recuerdo el aroma a café recién hecho, el calor tropical que impregnaba el ambiente, la música proveniente de una grabadora en el rincón, y la amabilidad de las señoras regordetas que, con comal a la vista, elaboraban gruesos y pequeños discos de masa entre los cinco y diez centímetros de circunferencia para freírlos posteriormente en manteca de cerdo –ingrediente clave para otorgarle el sabor típico de la región-.

Una vez servidos, se deben cortar por la mitad para dejar escapar el aroma humeante de su hechura. Acto seguido, se rellenan con lo que dicte el antojo: frijoles de la olla, queso fresco, chicharrón, pollo guisado, carne deshebrada, crema, nata, y si no mal recuerdo, hasta camarones te sugieren. A más de treinta años de distancia, puedo ver la sonrisa de felicidad en los rostros de mis padres y hermanos entre bocado y bocado. Mientras, quien escribe, se llevó a la boca el sabor de las mañanas del norte del estado; detalle que guardo en el álbum entrañable de la infancia perdida, y que sigue vigente como el sabor refrescante de un escuís de grosella para acompañar el cobijo familiar. 

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El mexicano promedio, experto en el arrojo a la hora de brindarse con el otro y ponerse hasta el hocico de ebrio, rastrea y encuentra refugio en esos paraderos para recobrar la conciencia y el alma vagabunda: las taquerías de madrugada. Si bien, en todo el territorio nacional existen infinidad de espacios que brindan la experiencia en horario diurno, la madrugada contiene en si misma esa vitalidad que seduce. De las diversas oportunidades que me regaló la noche Xalapeña, fue aparcar mi humanidad en la taquería Mi Ranchito. Lugar donde se ofertan las 24 horas, en cantidades vastas: los tacos de bistec, maciza, cueritos, suadero, pastor y los emblemáticos campechanos –revoltura de maciza, suadero, cueritos e ingredientes insospechados- que hacen de la bohemia un final de catálogo, aderezados con esa salsa verde que me hizo aullar en más de una ocasión, y otras tantas, implorar perdón en la taza del baño.

“¿Cuántos le sirvo güerever?” vociferan los taqueros para dar sosiego a los salvajes que coincidíamos en el sitio. “Deme dos de campecheshow con un chingo de salsa güera”. Entre sangritas, mirindas y pepsi, resbalan las ordenes a diestra y siniestra por el local. Todos los presentes entran en comunión monástica con el entorno y su borrachera. Porque en un país como el nuestro, golpeado y herido -desde tiempos inmemorables- por un puñado de siniestros buitres que van y vienen de generación en generación, el taco nos seduce con la falsa esperanza de tiempos mejores. En lo profundo de su ser, el mexicano sabe que la vida no vale nada sin taquear.

Es por ello, que bajo los influjos de la noche y el alcohol he ganado peleas, amigos, mujeres, prestigio, enemistades y con suma justeza he perdido la conciencia, dinero, dignidad, amoríos y el rumbo de mi vida; pero sobre todo, he conocido y gozado la dicha de hincar el diente en compañía de mis camaradas, y parodiar la vida en la alharaca etílica producto de las pasiones noctámbulas que me habitan. Todo Xalapeño que se digne de ser un borracho consumado, ha llegado alguna vez trastabillando en sus tropelías a ese oasis taquero – en la Av. Américas esquina con Independencia- a través de la penumbra. 

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Tener la fortuna de acercarse a los sabores de tu tierra natal entre los días convulsos y acelerados de la Ciudad de México, es privilegio de unos cuantos. Aquel sábado, armado con una botella de ron, un seis de bohemia, y mi novatez provinciana transitando el monstruo de ciudad, llegué a la cita, allá, por el rumbo del Coloso de Santa Úrsula. La mesa del comedor se encontraba vestida de colores: jitomates, cebolla morada, limones, aguacate, sal, pimienta, aceite de oliva, tostadas, chile habanero, pescado, y otros secretos propios de los anfitriones.

Bajo la pericia de mi entrañable pareja de amigos –oriundos del mismo terruño que habíamos dejado kilómetros atrás- tuve mi primera lección para adentrarme en la preparación del ceviche de pescado. Durante su elaboración, los tragos se platicaron con enjundia relatando los pormenores de la experiencia diaria. La música -en todo momento- acompañó el picado fino de los ingredientes. La confección tomó su debido tiempo, abriendo paso a más cubas, a más parla, a más rolas, y las probadas intermitentes se hicieron presentes para dar el toque preciso y poder gozar del resultado.

Porque el saberse lejos de casa, reúne a los que traen nostalgia en el corazón. Porque es el momento ideal para sentarse a la mesa y reclamarle al mundo nuestro lugar: exponerle nuestras dudas, restregarle nuestros triunfos y derrotas, compartirle el dolor y la dicha que nos ha propinado, e interpretarnos desde varios flancos. Porque se requiere tomar nuevos bríos para decir que no nos vamos a rendir. “La línea es muy delgada, ¡aguas!” -decía mi carnalazo- en una ciudad que desea enamorarte y aniquilarte a cada instante. Fue la primera de muchas tardes acompañadas de la madrugada que mutaron con los años, en el ritual para perfeccionar el sabor del Golfo de México en el exilio y compartir de viva voz nuestras andanzas por la megalópolis. “Padre santo, tenemos que darle sentido a todo este desmadre. Si no ¿para qué chingados estamos acá?” son palabras que continúan retumbando en mis adentros, gracias por eso, Agustín. 

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La mezcla de ingredientes en la elaboración de alimentos es un acto de fe. Es entregarse en cuerpo y alma a la esencia de nuestro pueblo y nuestro pasado. Si de algo tengo plena certeza, son los momentos en que me he reconciliado con el mundo y los que quiero por medio de la comida, los tragos, y la sobremesa. En el contexto pandémico que atravesamos, donde la incertidumbre se inmiscuye en todos los escenarios posibles, y la muerte vaga con sigilo a través del aire, la gastronomía de los territorios juega un papel relevante para dar otra tonalidad a la confusión itinerante. Todos necesitamos una pizca de paz para continuar. Porque la única garantía que poseemos es: desaparecer cualquier día, cerrando el telón de nuestra historia. O como lo sentencia esta joya del gran Sergio Pitol “Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, alguno amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas” y yo añadiría: uno, también es la gastronomía que te llevas -durante tu estancia en la tierra- a la buchaca de los recuerdos.

martes, 1 de junio de 2021

La cartografía de mi vida

 



El despertador brama con puntualidad a las siete de la mañana. Seguimos en pandemia. Al menos, conservo un ápice de fortuna al quedarme encerrado mientras el mundo prosigue en su caída inminente.  Enciendo el televisor. La noticia de la línea 12 del metro me deja helado: más de veinte muertos, tumulto, caos, lesionados regados en algún hospital y un largo convoy de desgracias los sepulta. Como siempre, el grueso de la población apoyando. Y como siempre, la autoridad cantinfleando ante las cámaras. Me queda claro que en este país –si se le puede llamar así- solo nos queda relamernos las heridas en solitario. Me aventuro a imaginar el último instante que experimentaron los que a partir de hoy serán una de tantas estadísticas: estruendo-vértigo-miedo-gritos-fierros-polvo-silencio-oscuridad-después-nada-se acabó.

***

Los ojitos de un pequeño ser me observan tintineantes mientras sigo desencajado en la pantalla. Estamos acostumbrados a los chingadazos en este remedo de país, pero esto: es el colmo. Correspondo con un “buenos días drogui”. Este saquito de pelos que emula a gizmo llegó a nuestras vidas producto de una tragedia. Suspiro. A él no le interesa la desgracia ajena pues se ha curtido en su experiencia, no necesita más miseria en su universo. Sin hacer mucho ruido para no despertar a la reina del hogar, nos enfundamos en los aditamentos para enfrentar el paseo: cubrebocas, careta, correa, bolsita para desechos, alcohol, llaves… lo necesario para no sentirnos desnudos ante el verdugo invisible. Bajamos desde el tercer nivel del edificio. Hace un frío Peroteño. Iniciamos nuestra ruta. 

Carrillo Puerto

Llevo poco más de nueve años transitando las mismas calles del barrio. He tejido historias en horizontal en ellas: como cuando olvidé en un taxi mi portafolio con todos mis dibujos, acuarelas y colores pastel. Seis cuadras adelante, entre el apoyo moral y chiflidos por parte de la gente alcancé el vehículo con los pulmones desechos y las piernas al revés. Todos vitorearon, fui dichoso. O como la primera vez que caminé la avenida junto a mi chica, sin percibirlo, daba inicio la aventura de nuestras vidas. Ahora en compañía de mi compinche, renuevo mi visión del entorno con ojos de otro mirar. Avanzamos por Felipe Carrillo Puerto rumbo al metro Colegio Militar. Estamos en la Colonia Anáhuac. Durante el trayecto intercambiamos miradas de complicidad, haciendo del instante nuestro código secreto. Observo su actitud a cada pasito que da. Seguimos siendo miopes como seres humanos. Su andar por descubrir nuevas tonalidades a lo mismo me cachetea, como leyendo las noticias de un periódico urbano. Saludo al viejito de la tienda llegando a la esquina de Lago Chalco. Metros adelante, el señor de la basura barre con enjundia la vida como si quisiera desaparecer la inmundicia en la que estamos atrapados, nos saludamos de acera a acera. A mano izquierda, se desgaja la vida de los soldados en su amansamiento cotidiano: corriendo en la pista, chapeando, pintando la reja sin fin que da vuelta a la manzana del Antiguo Colegio Militar y demás naderías. Dijera mi suegro “Cada quien”.

Afuera del metro saludo al don de los dulces, compro un Carlos V y le pregunto por su señora –que suele acompañarlo entre clorets, cigarros, halls, chocolates, cocadas y demás confitería-. “Se la llevó el pinche bicho joven, ni hablar, qué le puedo hacer, hay que seguirle chingando…” me pierdo en el agujero negro sin fondo de sus ojos. Alcanzo a balbucear un “lo siento, en verdad”. Lo dejo atrás en su desvencijada faena golosinera. La entrada del metro succiona uno a uno a sus comensales cotidianos: el festín urbano ha comenzado. Ojalá que lo que sea que esté allá arriba, abajo, o en la omnipresencia los acompañe. Vía telequinesis les deseo suerte pues la constante en la vida es la pérdida. 

Calzada México-Tacuba

Proseguimos a paso lento entre migas con otros caninos, los buenos días entre desconocidos y el ruido ensordecedor por la “renovación” de la México-Tacuba: obra sin fundamento y lógica alguna, más la de repartir el atraco de nuestros impuestos entre los cerdos. Llegamos al restaurante Chon y Chano que abrió sus puertas por allá de 1967 en la esquina con Salvador Díaz Mirón, dicen que se come bien. Un enjambre de trabajadores de la construcción rodea un puesto de tamales y atole: la dieta diaria de los que no se rajan. Cruzamos la calle pasando a un lado de la capilla de nuestra Señora de la Merced de las Huertas, un vestigio del siglo XVII que funge como metáfora de los años, del frenesí, de otra vida. Llegamos a la encrucijada de la Calzada México-Tacuba con Mar Mediterráneo donde uno de los miles de puestos de “hamburguesas al carbón” que pululan en la aldea capitalina se desdobla cual transformer para iniciar la jornada. Tengo la sospecha que son parte de un sindicato de hamburgueseros mafiosos, acá todo es posible. Caminamos con tranquilidad hasta llegar a las vías del tren en F.F.C.C. de Cuernavaca. La mirada droguirina hacia el horizonte me sugiere que tomemos el riesgo y nos aventuremos más allá del metro Popotla, confío en su sensatez perruna.

Árbol de la noche triste

Avanzamos a un costado del parque Cañitas, observamos a los remedos de “runners” perderse en sus laberintos a contra reloj reclamando al mundo que ellos no van a parar ante la debacle. Hace años llegué a correr en el estadio Xalapeño más de 20 kilómetros de un tirón. ¿En qué pensaba en aquella época? Hay que saber retirarse de la juerga cuando aún nos queda algo de dignidad. Me da pereza verlos. Volteo la vista hacia la otra acera “The Gym Silver” en la misma constante a través del cristal que da a la avenida: desesperación porque todo vuelva a ser como antes. ¿Qué fuimos antes? Nos alejamos a paso veloz. Más adelante, decidimos sentarnos en una banca a reposar y seguir en el fisgoneo. Contemplo lo que queda de aquel mito del árbol, de Hernán, de la noche, y de lo triste que sigue el panorama. Le pregunto a droguiño si le agrada el paisaje urbano. Con desgano me mira confirmando que estamos en la misma sintonía, es un sabio. A lo lejos una pareja discute acaloradamente, ella decide correr y él da la media vuelta encabronado. Tiempos cíclicos una y otra vez hasta el infinito. La brisa matinal me deja pensando en las leyendas y fantasmas que pululan por aquí. Escucho el rumor de las ánimas vagar entre el viento. “En este árbol lloró Hernán Cortés después de la derrota ante los defensores Aztecas” “Conmemoración de los 500 años de la noche victoriosa 30 de junio de 1520 - 30 de junio de 2020” dice la reluciente placa. ¿Mar Blanco o Instituto de Higiene? Damos paso redoblado por la calle de Higiene para exorcizar los espectros. Una pareja de ancianos camina de la mano con una bolsa de bolillos y un paquete de jamón. Su cháchara me inyecta una dosis de realidad: las cosas simples, lejos de la barbarie tecnológica que nos idiotiza es lo que nos otorga cierta tranquilidad y discreta felicidad. Los dejamos atrás por la callecita que nos arrastra hasta topar con una cerrada que me parece familiar.

Cerrada de Cañitas

Mientras avanzamos damos con la ubicación de un edificio maltratado. El letrero en el mismo lugar desde hace años está renovado “Se renta cajón con espacio amueblado para una persona $4,000”. Recuerdo cuando visité esta dirección: un don me llevó a lo más profundo del estacionamiento y con sensata ridiculez me dijo: “Aquí está el cajón joven” para después abrir una puertecita e introducirme en un espacio justo para la humanidad de un Hobbit -de dos por dos- con una catre jodidísimo, un intento de escritorio y una taza de baño envuelta en todo el sarro del mundo. “Supongo que tiene carro para que aproveche el cajón mi gallo”. Mi ignorancia provinciana se despejó al saber que así le denominan acá a los espacios para estacionar los vehículos, son oro molido. “Resuélvame mañana porque tengo gente en espera”. Supe entonces que había llegado a la ciudad del oprobio y el gandayismo. Días después el anuncio ya no estaba ¿Quién carajos vivirá ahí? Seguimos la ruta hasta llegar a la casa de un tal Trejo, un farsante que no merece mi atención, pero mi civilidad como guía turístico me impulsa a comentarle a mi peludo amigo que tras el portón color negro vive un simio timador, que bravuconea eternamente contra un sasquatch que ahora compite por una diputación y que el primer primate publicó varios libros infumables. Sin lugar a dudas la vida es absurda.

Mares, ríos y lagos

Damos vuelta en el callejón de Vereda Nacional. Todo es silencio y paisaje pueblerino, atrás dejamos el ruido vehicular. Asemeja a ciertas calles de Coatepec, Ver. Me siento cerca del terruño. Llegamos a la desembocadura de posibilidades: Mar Rojo, Mar Kara, Cda. de Mar Kara, Mar Blanco, Mar Adriático, Lago Garda, más allá Lago de Chapala, Lago de Como. Decidimos perdernos en el oleaje de Mar Kara. Nadamos entre patanería electoral pegada por todos lados, pinches cínicos. Drogui hace lo suyo meando un cartel tirado en la banqueta de un tal Rómulo, Roma, Romeo, Daniela Romo, qué se yo. Aplaudo su actitud. La guaracha suena en un edificio cercano. El aroma de las fondas me devuelve la cordura. Recuerdo la ausencia de los que dejaron huella en esta calle: Don Ramón el de la farmacia de Cda. de Mar Kara colgó los tenis el año pasado, la Sra. Martina vecina que vivió enfrente no volvió a experimentar una mañana desde hace tres semanas, el viene-viene de la zona también desapareció, dicen que le dieron a guardar un fierro. Caminar es dialogar con las ciudades, tomar su pulso, olfatear su historia, y comprender nuestro presente desde al anonimato.

                                                  El regreso

Tomamos el último descanso al pie de una frondosa jacaranda. Droguiño bosteza y observa en lontananza.  Este microcosmos que late día con día entre desembocaduras de ríos, espuma de mares y remanso de lagos, son parte de una ciudad dentro de otra ciudad que forman todas las ciudades que dan vida a la inefable CDMX. Imposible abarcarla en su complejidad y totalidad. Sin duda, esta urbe es una droga dura: una vez inhalada, jamás volverás a ser el mismo. Te escupe las veces que sean necesarias para hacerte entender lo diminuto e intranscendente que eres. Algo dentro de ti se rompe cuando la habitas y también algo nace en ti cuando la penetras. Monstruo que genera adicción por la belleza de sus avenidas, la magnitud de sus construcciones, lo aplastante de su dinamismo, y lo inenarrable de sus historias plagadas de ese exotismo que seduce como pocos. Gracias por todas las noches de bohemia que me has regalado: en las que me he perdido, gozado, y descalabrado con soberana desfachatez. Maldita ciudad, llevaré tatuada tus calles, tu smog y tu dicotomía perpetua en la cartografía de mi vida porque no tengo forma de negarte: te detesto y te anhelo en el subconsciente. Eres mía porque me he aventado un tiro contigo todos estos años. Porque aún conservo algo de esperanza. Sé que me la debes cabrona embustera. No me voy rendir. Son las 8:50 de la mañana, regresamos a casa montados en un pez vela admirando la cotidianidad de los que habitamos las costas de la Anáhuac.

 



miércoles, 26 de mayo de 2021

A veces

 


A veces, mirar hacia arriba consuela entre tanta alharaca y confusión en horizontal. Subir corriendo a la azotea del edificio y capturar lo fugaz. Ser feliz unos minutos. Respirar hondo.

sábado, 1 de mayo de 2021

Calzada de Tlalpan: Soundtrack de un viernes cualquiera

 


No me gustan los gatos. Son pedantes por naturaleza. Se saben suficientes en su andar fanfarrón, silencioso, y eso me desagrada. Son casi las nueve de la mañana. La resaca me avienta de la cama para deambular por la cocina. Destapo una cerveza para calmar el desierto que traigo en la garganta. Pongo a los Daft Punk para continuar en el mood de anoche. De días para acá me sienta bien escucharlos, sobre todo cuando a casi un año de este encierro el horizonte se vislumbra jodidón. Reviso el celular “No la vayas a cagar otra vez, paso por ti a las cinco para ir al cotorreo de Luly. Y no me salgas con tus ñoñerías”. ¿Quién es Luly?, me pregunto, mientras Veridis Quo se apodera del departamento.

El sólo pensar en la reunión a la que me invita el Buitro, en la que no conozco a nadie, y que según las coordenadas enviadas nos llevará hasta Calzada del Hueso, me pone quisquilloso. No he asistido a reuniones desde mucho antes de que iniciara el pandemónium. Creo que con la edad voy perdiendo el lubricante social, el feeling pues, y me caga casi toda la gente. Ahora soy selectivo en mis batallas: Con unos cuantos carnales en la vida basta para desflorar el mundo, o de plano, en ocasiones, prefiero ser un bebedor solitario: “Sin gente, sin líos, sin broncas, brother”.

*

Al Buitro lo conocí hace como nueve años, cuando mis trastabilleos me trajeron como Juan Diego hasta acá en busca del sueño capitalino. Nos hicimos compas en mi anterior trabajo por su buen oído musical, su valemadrismo y sarcasmo natural, su inteligencia, su brújula para los bares de medio pelo, y porque de vez en cuando hemos compartido, amanecido, y llorado los dolores del alma al calor de unos tragos. Sabe cuándo mantener la boca cerrada, escucha con atención para después clavarte ganchos de sabiduría etílica a la Max Demian. Me cae bien.

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Esta ciudad es muchas ciudades apiladas en el mismo comal. Millones de humores, voluntades, sed de venganza, sed de sacrificio, sinsentidos e irreverencias te escupen su tufo a cada momento, me quedo pensando mientras destapo la segunda cerveza. La concentro en mi taza de Pearl Jam para disimular y me postro en la silla en modo zombi para encender el ordenador.

Una de las ventajas del encierro es poder estar crudo o ebrio en las ligas de la justicia del Zoom: reuniones sin sustancia con rostros que alguna vez tuvieron vida en la oficina. Hoy solo son estampillas virtuales que intentan balbucear y hacer mundo desde sus trincheras. Me caga esa frasecita tan hueca de: “te adaptas o mueres”. ¡Váyanse todos a la chingada!, ¡¿cuándo han estado vivos?!, les espeto mentalmente, mientras nos damos los buenos días emulando un grupo de neuróticos anónimos. Buenos días buenos días buenos días buenos días. Prosigo con mi chela, sonrío y me quedo mirando cualquier punto en la pantalla. Creo que me estoy empedando otra vez.

 17:40

Le digo al Buitro, que va mentando madres entre San Antonio Abad y Chabacano, que por las tardes Calzada de Tlalpan me parece una experiencia desoladora, triste, desgarradora. Toda la podredumbre empieza a emerger de sus cloacas mutando en su verdadera esencia: una metástasis kilométrica de vicios atravesada por un intestino naranja. “No mames, cabrón, ahí vas con tus pachequeras de nuevo. La vida hay que vivirla y ya; me caga cuando empiezas de poeta. Deberías de agradecer que te saqué de tu ratonera para que pases un buen rato. Aliviánate, men, vas a ver que con unos tragos y un chubi te pones en onda. Las vacunas ya vienen en camino, no hay pedo. Es más, te voy a presentar a Luly, que me ha estado preguntando por ti”. Lo miro de reojo, extrañado. “Ya sabes, trepé uno de esos recuerdos del Feis donde estamos en la foto que nos tomó mi ex cuando fuimos a ver a los Dinosaur Jr. en el Corona, ¿te acuerdas? Qué buen cotorreo esa vez”.

Pinches gatos ¿por qué me caen tan mal?, me pregunto, mientras mi compa sigue parlando que si quiero un toque para llegar chidos al cotorreo, que si el Corona y no sé qué rollos más. Un doctor Simi danza frenéticamente dibujando el sinsentido de la tarde, de la quincena, del tiempo, de la vida. Sincronizo mi ipod en el estéreo, le doy play al Where You Been y tomo una chela del asiento trasero. “¡Eso, chingao, ese es mi gallo!”, Sentencia el Buitro.

Out There

Los primeros riffs taladran mis oídos de manera portentosa aflorando sentimientos de nostalgia famélica. La misma sensación electrizante me llega de golpe, como cuando caminaba por el parque de Los Berros entre la niebla xalapeña. El sol empieza a desinflarse, Tlalpan deja de importarme, ya no escucho al Buitro, sólo estamos la aguardentosa voz de J Mascis y yo: “Maybe I’ve changed, just tell me was this all in vain? I know you’re out there, I know that space is not a race weren’t you invited?...”. Bebo más agüita amarilla. El sonido madreado de las guitarras me catapulta en instantáneas al vagabundeo de aquello que fui: recibo un centro de ensueño del botín de Mario Rodríguez para anotar un gol de tijera en los campos Juárez, es 1993, no tengo idea de la existencia de la banda y del impacto que causarán en mí años después. Dos teporochos están sentados observando hacia la nada entre mona y mona afuera de un Seven.

What Else Is New

Trepado en sensaciones, le adelanto a la playlist y pongo las que me descalabran para enmarcar la ruta. “¿Te acuerdas carnal? Qué pinche chingón estuvo ese toquín, su música es un buen viaje”, dice Buitrón. “Aguanta, aguanta, deja escuchar este pinche discazo, ten respeto”, le respondo. Observo los puestos cochambrosos de comida y reafirmo que los Dinosaurios deben de acompañarte en todo momento en esta y otras vidas: cotorreando con tus carnales en la esquina del Peñascal, por la zona UV, por Santos Degollado, Xalapeños ilustres, por San Cosme, Saturno, Neptuno, en la azotea de tu casa, por Jardines de Xalapa, en la Miguel Hidalgo, en la carretera, en la playa, al estar enamorado, cuando muere un ser querido, hasta llegar a este atolladero de vehículos en que me encuentro en el 2021. “I can’t take the strain, now what else in wrong? Sure, I’ll take the blame. Come on out now, it’s the only way…”. Le doy fuego al unicornio para soportar la vuelta de rueda a la que vamos. Somos tortugas enfiladas al matadero. Sólo hemos avanzado dos estaciones. Hasta el metro parece veloz. Al paso que vamos llegaremos mañana. Cuando estás bajoneado, cualquier detalle, por mínimo que sea, te cobra factura.

On the Way

Le digo al Buitro que los gatos están sobrevalorados. No hacen más que cagar y mear en sus arenales que solícitos sus dueños limpian cual fervientes mucamos. “¡A huevo! Pinche cliché de artistas y temperamentos pretenciosos”, me responde. “Así es carnal, es que tuve una pesadilla con gatos anoche, es todo. Mejor súbele a esa madre. La rola me inyecta fuerzas desde otra galaxia”. “I’ve been a wreck so long It’s hard to pull it back, but I’m on it, and I want it, and you flaunt it… and It wakes me, and it takes me, and it rapes me gone away. All the way…”. Estos cabrones debieron engalanar el cierre aquella noche en 2013 y no los piteros de Phoenix convocando rebaños de poses hipsterianas. Dejamos atrás Villa de Cortés. La cola del diablo hace efecto.

Get me

Ya puesto, pienso en todas las vidas que se han esfumado con el bicho. Recuerdo pérdidas de seres muy queridos. Hoy ya no existen, son y serán enunciación permanente. Me embarga una sensación indescifrable. “Ahorita que lleguemos compramos en el Oxxo unas botellas para llegar al cien, maestro”. “Ya vas”, le contesto. Añade el Buitrón que van a ir como quince personas o quizás un poco más. Es el cumpleaños de Luly y sus valedores de diseño le armaron el guateque. ¡Qué poca madre tengo! directo y sin escalas a la sinsusana. A unos metros veo a un repartidor tirado en el asfalto, lo auxilian un par de camilleros. Alcanzo a ver la fractura expuesta a la altura de la rodilla. “¡No mames, qué loco!”, vocifera el Buitro. Me viene a la mente Familia de medianoche, documental que me aventé el año pasado, el cual retrata las peripecias y vejaciones a las que se enfrenta una familia chambeando en su ambulancia en esta plasta urbana. Respeto y aplaudo lo solícito de la intervención de esos jóvenes. Está cabrón ganarse la vida en esta aldea, acá todo es rapiña. Una estrellita en la frente para mí: me siento empático y pachón. “Well, every dream is shot by daylight, and I pray that maybe you’re right, But if you don’t, maybe I might. ‘Cause it’s on…”. La desgracia se pierde entre vehículos quedando atrapada en una postal de la Portales. Un nudo en la garganta me advierte que esto no va a acabar bien.

18:55 o Roof garden

El Buitro toca el timbre. Una voz femenina y la camarita del interfón nos escudriñan “Qué onda, chulis, ahorita te abro. Te jalas al fondo hasta llegar al elevador y puchas el seis”. Nos da acceso. Salimos a un “roof garden”. Me tranquiliza un leve saber que nuestros humores y microbios se perderán en el smog de la noche. “Te presento a Pancho”, dice Buitro. “Hola, mucho gusto, soy Luly”, dice. “Hola, ¿qué tal?”, le contesto. En efecto, son poco menos de quince personas repartidas en las consecuencias artificiales de la verticalidad, del “dinamismo” y el cinismo por parte de los magnates de la construcción. Me queda claro que los tan anhelados roof han mutado en la meta aspiracional del que tiene acceso a tales “beneficios” en ciudades impostadas. Varillas y cemento como testigos de tu insignificancia: hipotecar tu existencia por un pedazo de cielo. A mis espaldas llega un tumulto como de cinco personas más saliendo del elevador. Me dirijo a la barra para dejar las compras. “¡Hooola!... Pon las botellas de este lado y la botana por allá pooorfiiis”, me saca de mi rufgardenera apreciación mental una vocecita agridulce proveniente de una pelirroja escuálida.

 Mi mujer-House-Bichota

Dos felinos deambulan entre las risas y cháchara de los invitados. La noche resbala al ritmo de Nicolas Jaar. Cuando llego a lugares donde hay gatos me pongo alerta: la envidia y la traición están en el ambiente, no es un lugar seguro. Me encuentro en un semicírculo junto a Luly, al Buitro, que está en vías de agarrar una soberana peda, y tres chicas cuyos nombres olvidé. Parlotean lo trending: “Es súper tóxico todo ese rollo amiga… me siento vulnerada todo el tiempo; ¡puercos!, por eso debemos levantar la voz: Se va a caer…”. Por otro lado, las bocinas reclaman: “Dónde está mi mujer, en la calle, por acá, por allá, por allá y por allá, ¿has visto mi mujer?…”. En silencio sigo asintiendo, elucubrando y tragando ron. Estoy a punto de intervenir, cambian de rola y el ambiente se torna efervescente en la azotea. “Salgo acicalá de pie a tope porque puede ser que con el culo mío te tope…”. “No mames, es Bichota, güey, vamos a bailar”, sentencia una de ellas. Se pierden a unos metros de nosotros para contonearse sin reparos. Todo me queda muy claro. Doy gracias por quedarme callado. Suspiro, prendo un cigarro, miro las luces de la ciudad que simulan una maqueta sin fin. Quiero desaparecer.

 Going Home

Voy en el taxi rumbo al metro. Espero alcanzar el último convoy. Quedé con Luly en vernos otro día, quién sabe. Buitro se quedó balbuceando con su ex morra, la Lorena, que no sé a qué hora apareció. Ahora entiendo tanta insistencia por venir al desmadrito: somos adictos al masoquismo presencial, o al fisgoneo de simulaciones telemáticas en esa olla hirviente que son las redes. Es su pedo. Me trepo en el penúltimo vagón, casi vacío. Regreso al ipod. A través del cristal observo uno que otro ente deambular sin rumbo por la calzada, prostitutas en espera del sustento, ratas comiendo las sobras del frenesí diurno, dos perros intentando coger afuera de una taquería tristona, el letrero de un gimnasio como de la Segunda Guerra Mundial donde dice: “Promoción $1,200 por un año”. Alcanzo a ver en el último vagón un par de jotos que se van masturbando. La tripa naranja es el pulso de la urbe. “Llévame a casa por favor”, le susurro.

“I want to tell you that I miss you But I'm pissed you blew me off, I'm goin' home. No more meetin', I been beaten Go ahead fake it, I can't shake it”. Where You Been es una joya que brilla por su melancólica fuerza. La voz de J Mascis alcanza la estridencia poética en cada nota. La banda de Massachusetts es el postre para los días en que nada sale bien. Compañero del paisaje interior de las miserias, de la enunciación, y los destellos de felicidad. A veintiocho años de distancia sigue vigente y poderoso. En Where You Been encuentro la melcocha para mi temperamento agridulce. “By the pound the tension's mountin', wrapped around me, feelin' tight. I'm goin' home…”. Se aproximan las fauces del túnel que nos engullirá hacia Pino Suárez. Lo penetro delicadamente, me pierdo en las entrañas del monstruo.

martes, 2 de febrero de 2021

Códigos para el fin de los tiempos



Bajo del metrobús Hamburgo, van a dar las 5:30 de la tarde. Semáforo en verde –el aparato eléctrico en cada esquina- no el que todos ansiamos ver para y volver, volver, volver ¿volver a qué? ¿Cuándo hemos salido? En fin. Mis pasos me guían entre el sangros de plaza 222 y una construcción de época ubicada a contraesquina. A la distancia alcanzo a ver una que otra alma deambulando. Caigo en cuenta que estoy a casi un año de haber caminado por aquí desde aquel 18 de marzo del 2020 en que la oficina nos mandó corriendo a casa porque ya había un caso en la torre donde laburo a unas cuadras de aquí. 

Pinche Wuhan. Pinches chinos. Pinche coronavirus. Es un bicho tan perfecto, tan eficaz. Con una logística tan envidiable, que ya la quisiera cualquier desgobierno del mundo para hacer de las suyas, sin espectáculos mediáticos, sin el ojo de los guardianes del universo. Operar como el covicho, es como se deben de hacer las cosas: en la penumbra, a domicilio, sin que lo notemos.

La calle de Hamburgo a estas horas luce desolada, bella, ausente del ruido perpetuo en que estaba sepultada meses atrás. Hoy la noto renacida. Incluso, puedo decir que asemeja una postal de otro pulso. Atrapada en otro tiempo, melancólica. Es sábado.  A una cuadra del péndulo me replanteo si estuvo bien haber arribado en busca de mi cometido. El cubrebocas, mis lentes, el spray y la careta me regresan la cordura. Me siento como un apicultor transitando en terreno venenoso.

Llego a la librería. Subo los escalones y de frente la chica amablemente me da la bienvenida.

-         Buenas tardes, bienvenido al péndulo.

-         Hola, buenas tardes.

-         ¿Viene al área de restaurante o de librería?

-         Librería señorita.

-         Le invito a que active su código QR y lo escanee aquí.

-         ¿Código qué? ¿Qué chingados es eso? Me cuestiono.

-         Este… permítame señorita, me está entrando una llamada.

Doy unos pasos en reversa. Mientras hablo con un ser invisible, dos chicas llegan a la entrada principal. Como buen ser humano, siempre será preferible ver cómo la cagan los otros, antes de cometer el error y ser objeto del vapuleo del resto. Mismo protocolo: bienvenida, explicación, sacan sus dispositivos, le toman una foto a una imagen, la chica lo revisa. Bienvenidas. El par de féminas entra con una jovialidad y despreocupación encomiables, enviando un gancho certero a mi orgullo. Esto no se puede quedar así.

-         ¿Listo señor?

-         ¡Claro! Saco torpemente mi celular. Desbloqueo. Enciendo la cámara, centro el objetivo y tomo la foto a ese laberinto sin entrada ni salida embarrado en el mostrador.

-         Listo señorita, ya quedó.

-         A ver, permítame su celular.

-         Este… pero ya quedó.

El sudor hace acto de presencia resbalando por la espalda, mi respiración hace de la careta una nebulosa donde no alcanzo a ver bien el rostro de la chica.

-         Perdón, es que este aparato anda fallando. Voy a tomar otra imagen.

-         Adelante.

-         Listo, ya quedó.

-         Permítame ver su celular.

-         Señorita sabe qué, desde la mañana anda fallando. ¿Será que pueda ingresar rapidito? Ya sé qué títulos me voy a llevar, cuestión de diez minutos.

-         Lo siento, es la nueva normativa en los lugares públicos de la ciudad.

-         ¿Ya descargó la aplicación?

-         ¿Cuál aplicación? ¿Descargar? Me digo en silencio.

Entre la capa espesa de vaho en la careta, alcanzo a ver con justa razón la molestia que empezaba a brotar en la gendarme del sitio. Mi silencio denota todo el asunto.

-         Puede hacerlo también a través de un sms.

-         Ahhh perfecto, ingreso torpemente a la pantalla. No veo ni madres.

-         Listo señorita y ¿ahora, qué hago?

-         Active el chat.

-         ¿El chat? Entre la bruma de gorilas en la niebla al interior mi cápsula de protección, mi nerviosismo evidente y el sudor, alcanzo a ver una madrecita azul que dice “Iniciar chat”.

¡Carajo! lo único que deseo es entrar, husmear, comprar un par de libros y salir huyendo. Sin hablar, sin hacerla de jamón. Soy un ciudadano de a pie, no descifro códices. Tan solo deseo comprar libros sin tener que conectarme a un chat para platicar. ¿Qué me preguntarán? ¿Será acaso una sala del latin chat? Me siento como en aquellas noches estimulantes del messenger: Steppenwolf acaba de iniciar sesión. Rapazh dice: ¿Qué se va a hacer carnal? Alienígena nostálgico preguntando ¿se van a armar las chelas? Por allá, Chicadelacualnomequieroacordar acaba de iniciar sesión y se pone en no disponible porque está emputada conmigo. Los albores del estrés virtual y la pertenencia digital se cocinaban. Ventanas y ventanas con alias de rolas, ídolos musicales, artistas y literatos entrando con zumbidos por la parte inferior derecha de la pantalla. No, no quiero regresar, no quiero chatear con nadie y mucho menos con el gobierno.

-         Si gusta présteme su celular y le apoyo.

-         Gracias, lo que pasa es que no alcanzo a ver bien, disculpa.

-     Mire: aprieta activar chat e ingresa el código que está aquí. Déjeme hacerlo por usted señor (Im-bé-cil).

-         Está bien, se lo agradezco.

Pasaron unos cuantos segundos y el trabuco estaba resuelto.

-         Pase y le recuerdo que en 20 min cerramos.

-         No se preocupe, ya quiero desaparecer de aquí.

Una vez pasado el examen de ingreso a otra dimensión, entre estantes, las nalgas sudadas y la vergüenza a flor de piel, busco lo que me llevó a cambiar el curso de mi fugaz tranquilidad sabatina. Selecciono, paso a la caja, hago el pago. Listo.

-         Hasta luego señor y gracias por su visita.

-         Gracias a ti y disculpa tanta molestia.

-         No hay de qué, para eso estamos. Vuelva pronto.

A paso lento, confundido, decepcionado, camino hasta llegar a la esquina. Me postro en una banca, retiro por un momento la careta, limpio mis lentes, el vaho, las lágrimas, ya no sé. Tomo aire, respiro. Miro al cielo, la tarde empieza a desaparecer. Desolado, me rindo ante mi ineptitud: Yo confieso ante la tecnología toda poderosa, y ante ustedes internautas que he pecado mucho, de inoperancia, atraso y primitivismo. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Por eso ruego a san Feisbuk siempre vigente, al tuiter, a los instagrameros, y a ustedes voyeristas profesionales que intercedan por mí ante la gran tecnología, nuestro señor, Amén. Hamburgo permanece inmutable en un silencio del más allá. Le hago la parada a un taxi. Sólo quiero regresar a mi departamento, tomar un trago "sin líos, sin gente, sin broncas brother" recuerdo amores perros, mientras observo el ángel de la independencia alejarse desde la ventana.


jueves, 28 de enero de 2021

Pinche México

 

Al ritmo de los Cocteau Twins resbala la tarde, acompañado de un ron que compré hace un par de horas en los Oaxacos –tienda ubicada a cuadra y media de mi departamento- atendida por un peculiar cuarteto, los cuales, se han convertido en mis compas cuando de prohibiciones se trata en “la ciudad de vanguardia”. Esto de la ley seca es una reverenda tomada de pelo: sugerir orden en un país al revés es una mala broma de Dios. Leo información en la red: vacunas que no llegan. Lupita Jones, paquita la del barrio y el Kiko buscando un puesto en la polaca. Toneladas de aguacate exportados para un espectáculo que nos mira como sus lacayos. Chente sabroseando chichis desde hace varios lustros. Pinche país de risa. 

Entro al bacanal de las redes: los indignados, los moralinos, los fitness, los que discuten en “foros” con seres invisibles, los que quieren salvar a todos los perros del mundo, ejércitos de selfis, los “politólogos”, los "expertos" en salud y un largo etcétera. Acaso ¿No nos damos cuenta? esta avalancha proteica de  ruido, señalamientos y desmesura no hace la diferencia. Tan solo es un lamento colectivo "al grito de guerra" por un poco de ayuda en el sinsentido de los días.

En fin, la misma cantaleta de siempre. Quedando bien desde la comodidad de la pantalla, es decir, en la nada del espejismo de lo "incluyente". Estamos en la era de lanzamiento de mojones virtuales y ladridos a la menor provocación. Sin embargo, no todo está jodido, existen algunos destellos y sitios que valen la pena, pero es como encontrar una aguja en un pajar. Entramos al 2021 con la cola entre las patas, con el miedo perpetuo del bicho, con las ganas de volver ¿volver a qué? y demás vericuetos. Un nudo en la garganta me atraganta. Por suerte, estoy preparado con mis tragos: algún truco debo de tener para lidiar con mis delirios existenciales y el peso del mundo.

México bárbaro y mentiroso. Espurio y remachado. Eres cansado, como cansado estoy del silencio de mis pensamientos. ¿Hasta cuándo será? ¿Hasta cuándo entenderás? berrinchudo y onanista. El mundo permanece girando, allá, lejos de ti, con tus intentos fallidos desde antaño. México descalificado como en todos tus mundiales. Confinado en tu irrealidad absurda marcada de sangre y simulación. Tan lacerante, que te escondes en cualquier charco. Que no soportas el reflejo de tu vergüenza, ni la crítica de los que te habitamos.

Tal vez, por eso, te escondes en las cloacas del parloteo telemático que tanto te encanta y del que todos somos acólitos irremediables. País detrás de bambalinas lastimadas de un teatro que hace mucho dejó de existir. Ya no quiero entradas para tu espectáculo gastado. Todo tu territorio es territorio Comala. Estás oxidado en tu marasmo. México precoz que te bajas el calzón al primer hervor, sin ninguna introspección. Permaneces vicioso y atragantado de impunidad. Ojalá te alcancen los años para enmendar.

México antropófago, que nos devoras sin reparos. El estar frustrado y encabronado es lo que me has enseñado. Porque nací aquí y así lo aprendí. Aprendí a asumirte sin quererme ir. Por eso, sigo buscando horizontes imaginarios en los libros, en las noches, en la música, con los amigos y los que quiero. Mis pequeños triunfos. Lejos de tu perorata disfrazada de buenas intenciones, de mañanitas guadalupanas y teletones. Soy tu mueca y despilfarro. Soy tu cochambre y tu desgano. Soy tu colchón y tus cogidas sexenales. Soy tu caso omiso por las calles ante la debacle. Soy las madrugadas en vela rumiándote. Soy yo, caminando por tus parques y avenidas. Soy yo, dominando un balón en el pasado. Soy yo, asaltado en algunos de tus barrios. Pero también, soy, mi falta de pausa por tu historia, por tus dolencias y tus infamias. Vivimos ipso facto. 

Pinche México, agobias tanto, como volverme fitness, vegano y bien portado. Ahí el error, que soy indisciplinado. Pero también, me encantas, con tus amores perros y el temperamento del jarocho.  Con tu amar te duele y creer que todo es posible en el mundo de Efedra. Con tu castillo de la pureza y los olvidados. Con tu región más transparente y tu laberinto de la soledad. Con tu llano en llamas y de perfil. Con tu indeleble mecánica nacional. Con las chilenas de Hugo y los nocauts de Chávez. Y ¿por qué no? Con tus sueños primermundistas y bananeros a la México 2000. Somos un desmadre.

Te quiero, aunque no lo parezca, porque me has obsequiado el deleite de tus paisajes y tus cielos. Me has regalado la belleza de tus playas y el pulso de tus mujeres. El calor de una familia a la que amo tanto. El ritmo de tu música. El frenesí de tus bohemias. Mis amigos. Mis descalabros. La magia de tus rituales y tus encantos. Y sobre todo: tu vasta complejidad que me tiene aquí exorcizando.

Advertencia: también me has enseñado que si me apendejo me carga la chingada, aquella, tan desmenuzada por Paz. Que si no chingo no avanzo. Que más vale que digan aquí corrió, que aquí murió. Eres gandaya por antonomasia. Todo te lo cobras caro. Eres un maestro de la introyección. Ya no sé qué pensar de ti y mucho menos qué pensar de mí, aunque tengo, si acaso, más certezas de mí andar que de tu porvenir. Porque existo a pesar de ti. Y eso: me basta.

Seguiré cabalgando tu desfachatez y variopinta planicie, tratando de dar sentido a mí peregrinar por tus ruinas y palacios.  Soñando e inventando un territorio más habitable y llevadero en los bolsillos. Pero nunca olvides, que por ahí existe alguien al que estás lastimando, robando e insultando día con día. Que no se te olvide, que por allá, muchos se están quejando, sobreviviendo y llorando. Sí, estamos acostumbrados a los chingadazos desde tiempos inmemoriales, pero también, creo que ya nos cansamos. Desde mi trinchera y enunciación te digo: ya no seas tan cabrón México mágico mentiroso, no permitas que dejes de encantarme tanto.