El
despertador brama con puntualidad a las siete de la mañana. Seguimos en
pandemia. Al menos, conservo un ápice de fortuna al quedarme encerrado mientras
el mundo prosigue en su caída inminente. Enciendo el televisor. La noticia de la línea
12 del metro me deja helado: más de veinte muertos, tumulto, caos, lesionados
regados en algún hospital y un largo convoy de desgracias los sepulta. Como
siempre, el grueso de la población apoyando. Y como siempre, la autoridad cantinfleando
ante las cámaras. Me queda claro que en este país –si se le puede llamar así-
solo nos queda relamernos las heridas en solitario. Me aventuro a imaginar el
último instante que experimentaron los que a partir de hoy serán una de tantas estadísticas: estruendo-vértigo-miedo-gritos-fierros-polvo-silencio-oscuridad-después-nada-se
acabó.
***
Los ojitos de un pequeño ser me observan tintineantes mientras sigo desencajado en la pantalla. Estamos acostumbrados a los chingadazos en este remedo de país, pero esto: es el colmo. Correspondo con un “buenos días drogui”. Este saquito de pelos que emula a gizmo llegó a nuestras vidas producto de una tragedia. Suspiro. A él no le interesa la desgracia ajena pues se ha curtido en su experiencia, no necesita más miseria en su universo. Sin hacer mucho ruido para no despertar a la reina del hogar, nos enfundamos en los aditamentos para enfrentar el paseo: cubrebocas, careta, correa, bolsita para desechos, alcohol, llaves… lo necesario para no sentirnos desnudos ante el verdugo invisible. Bajamos desde el tercer nivel del edificio. Hace un frío Peroteño. Iniciamos nuestra ruta.
Carrillo Puerto
Llevo
poco más de nueve años transitando las mismas calles del barrio. He tejido
historias en horizontal en ellas: como cuando olvidé en un taxi mi portafolio
con todos mis dibujos, acuarelas y colores pastel. Seis cuadras adelante, entre
el apoyo moral y chiflidos por parte de la gente alcancé el vehículo con los
pulmones desechos y las piernas al revés. Todos vitorearon, fui dichoso. O como
la primera vez que caminé la avenida junto a mi chica, sin percibirlo, daba
inicio la aventura de nuestras vidas. Ahora en compañía de mi compinche,
renuevo mi visión del entorno con ojos de otro mirar. Avanzamos por Felipe
Carrillo Puerto rumbo al metro Colegio Militar. Estamos en la Colonia Anáhuac.
Durante el trayecto intercambiamos miradas de complicidad, haciendo del
instante nuestro código secreto. Observo su actitud a cada pasito que da. Seguimos
siendo miopes como seres humanos. Su andar por descubrir nuevas tonalidades a
lo mismo me cachetea, como leyendo las noticias de un periódico urbano. Saludo
al viejito de la tienda llegando a la esquina de Lago Chalco. Metros adelante,
el señor de la basura barre con enjundia la vida como si quisiera desaparecer
la inmundicia en la que estamos atrapados, nos saludamos de acera a acera. A
mano izquierda, se desgaja la vida de los soldados en su amansamiento
cotidiano: corriendo en la pista, chapeando, pintando la reja sin fin que da
vuelta a la manzana del Antiguo Colegio Militar y demás naderías. Dijera mi
suegro “Cada quien”.
Afuera
del metro saludo al don de los dulces, compro un Carlos V y le pregunto por su
señora –que suele acompañarlo entre clorets, cigarros, halls, chocolates,
cocadas y demás confitería-. “Se la llevó el pinche bicho joven, ni hablar, qué
le puedo hacer, hay que seguirle chingando…” me pierdo en el agujero negro sin
fondo de sus ojos. Alcanzo a balbucear un “lo siento, en verdad”. Lo dejo atrás
en su desvencijada faena golosinera. La entrada del metro succiona uno a uno a
sus comensales cotidianos: el festín urbano ha comenzado. Ojalá que lo que sea
que esté allá arriba, abajo, o en la omnipresencia los acompañe. Vía telequinesis
les deseo suerte pues la constante en la vida es la pérdida.
Calzada México-Tacuba
Proseguimos
a paso lento entre migas con otros caninos, los buenos días entre desconocidos y
el ruido ensordecedor por la “renovación” de la México-Tacuba: obra sin fundamento
y lógica alguna, más la de repartir el atraco de nuestros impuestos entre los
cerdos. Llegamos al restaurante Chon y Chano que abrió sus puertas por allá de
1967 en la esquina con Salvador Díaz Mirón, dicen que se come bien. Un enjambre
de trabajadores de la construcción rodea un puesto de tamales y atole: la dieta
diaria de los que no se rajan. Cruzamos la calle pasando a un lado de la
capilla de nuestra Señora de la Merced de las Huertas, un vestigio del siglo
XVII que funge como metáfora de los años, del frenesí, de otra vida. Llegamos a
la encrucijada de la Calzada México-Tacuba con Mar Mediterráneo donde uno de
los miles de puestos de “hamburguesas al carbón” que pululan en la aldea
capitalina se desdobla cual transformer para iniciar la jornada. Tengo la
sospecha que son parte de un sindicato de hamburgueseros mafiosos, acá todo es
posible. Caminamos con tranquilidad hasta llegar a las vías del tren en
F.F.C.C. de Cuernavaca. La mirada droguirina hacia el horizonte me sugiere que
tomemos el riesgo y nos aventuremos más allá del metro Popotla, confío en su
sensatez perruna.
Árbol de la noche triste
Avanzamos
a un costado del parque Cañitas, observamos a los remedos de “runners” perderse
en sus laberintos a contra reloj reclamando al mundo que ellos no van a parar
ante la debacle. Hace años llegué a correr en el estadio Xalapeño más de 20 kilómetros de un tirón. ¿En qué pensaba en aquella época? Hay que saber retirarse de la
juerga cuando aún nos queda algo de dignidad. Me da pereza verlos. Volteo la
vista hacia la otra acera “The Gym Silver” en la misma constante a través del
cristal que da a la avenida: desesperación porque todo vuelva a ser como antes.
¿Qué fuimos antes? Nos alejamos a paso veloz. Más adelante, decidimos sentarnos
en una banca a reposar y seguir en el fisgoneo. Contemplo lo que queda de aquel
mito del árbol, de Hernán, de la noche, y de lo triste que sigue el panorama.
Le pregunto a droguiño si le agrada el paisaje urbano. Con desgano me mira
confirmando que estamos en la misma sintonía, es un sabio. A lo lejos una
pareja discute acaloradamente, ella decide correr y él da la media vuelta
encabronado. Tiempos cíclicos una y otra vez hasta el infinito. La brisa matinal
me deja pensando en las leyendas y fantasmas que pululan por aquí. Escucho el
rumor de las ánimas vagar entre el viento. “En este árbol lloró Hernán Cortés
después de la derrota ante los defensores Aztecas” “Conmemoración de los 500
años de la noche victoriosa 30 de junio de 1520 - 30 de junio de 2020” dice la
reluciente placa. ¿Mar Blanco o Instituto de Higiene? Damos paso redoblado por
la calle de Higiene para exorcizar los espectros. Una pareja de ancianos camina
de la mano con una bolsa de bolillos y un paquete de jamón. Su cháchara me
inyecta una dosis de realidad: las cosas simples, lejos de la barbarie tecnológica
que nos idiotiza es lo que nos otorga cierta tranquilidad y discreta felicidad.
Los dejamos atrás por la callecita que nos arrastra hasta topar con una cerrada
que me parece familiar.
Cerrada de Cañitas
Mientras
avanzamos damos con la ubicación de un edificio maltratado. El letrero en el
mismo lugar desde hace años está renovado “Se renta cajón con espacio amueblado
para una persona $4,000”. Recuerdo cuando visité esta dirección: un don me
llevó a lo más profundo del estacionamiento y con sensata ridiculez me dijo: “Aquí
está el cajón joven” para después abrir una puertecita e introducirme en un
espacio justo para la humanidad de un Hobbit -de dos por dos- con una catre
jodidísimo, un intento de escritorio y una taza de baño envuelta en todo el sarro
del mundo. “Supongo que tiene carro para que aproveche el cajón mi gallo”. Mi
ignorancia provinciana se despejó al saber que así le denominan acá a los
espacios para estacionar los vehículos, son oro molido. “Resuélvame mañana
porque tengo gente en espera”. Supe entonces que había llegado a la ciudad del
oprobio y el gandayismo. Días después el anuncio ya no estaba ¿Quién carajos
vivirá ahí? Seguimos la ruta hasta llegar a la casa de un tal Trejo, un
farsante que no merece mi atención, pero mi civilidad como guía turístico me
impulsa a comentarle a mi peludo amigo que tras el portón color negro vive un simio
timador, que bravuconea eternamente contra un sasquatch que ahora compite por
una diputación y que el primer primate publicó varios libros infumables. Sin
lugar a dudas la vida es absurda.
Mares, ríos y lagos
Damos vuelta en el callejón de Vereda Nacional. Todo es silencio y paisaje pueblerino, atrás dejamos el ruido vehicular. Asemeja a ciertas calles de Coatepec, Ver. Me siento cerca del terruño. Llegamos a la desembocadura de posibilidades: Mar Rojo, Mar Kara, Cda. de Mar Kara, Mar Blanco, Mar Adriático, Lago Garda, más allá Lago de Chapala, Lago de Como. Decidimos perdernos en el oleaje de Mar Kara. Nadamos entre patanería electoral pegada por todos lados, pinches cínicos. Drogui hace lo suyo meando un cartel tirado en la banqueta de un tal Rómulo, Roma, Romeo, Daniela Romo, qué se yo. Aplaudo su actitud. La guaracha suena en un edificio cercano. El aroma de las fondas me devuelve la cordura. Recuerdo la ausencia de los que dejaron huella en esta calle: Don Ramón el de la farmacia de Cda. de Mar Kara colgó los tenis el año pasado, la Sra. Martina vecina que vivió enfrente no volvió a experimentar una mañana desde hace tres semanas, el viene-viene de la zona también desapareció, dicen que le dieron a guardar un fierro. Caminar es dialogar con las ciudades, tomar su pulso, olfatear su historia, y comprender nuestro presente desde al anonimato.
El regreso
Tomamos
el último descanso al pie de una frondosa jacaranda. Droguiño bosteza y observa
en lontananza. Este microcosmos que late
día con día entre desembocaduras de ríos, espuma de mares y remanso de lagos,
son parte de una ciudad dentro de otra ciudad que forman todas las ciudades que
dan vida a la inefable CDMX. Imposible abarcarla en su complejidad y totalidad.
Sin duda, esta urbe es una droga dura: una vez inhalada, jamás volverás a ser
el mismo. Te escupe las veces que sean necesarias para hacerte entender lo
diminuto e intranscendente que eres. Algo dentro de ti se rompe cuando la
habitas y también algo nace en ti cuando la penetras. Monstruo que genera
adicción por la belleza de sus avenidas, la magnitud de sus construcciones, lo
aplastante de su dinamismo, y lo inenarrable de sus historias plagadas de ese exotismo
que seduce como pocos. Gracias por todas las noches de bohemia que me has
regalado: en las que me he perdido, gozado, y descalabrado con soberana
desfachatez. Maldita ciudad, llevaré tatuada tus calles, tu smog y tu dicotomía
perpetua en la cartografía de mi vida porque no tengo forma de negarte: te
detesto y te anhelo en el subconsciente. Eres mía porque me he aventado un tiro
contigo todos estos años. Porque aún conservo algo de esperanza. Sé que me la
debes cabrona embustera. No me voy rendir. Son las 8:50 de la mañana, regresamos
a casa montados en un pez vela admirando la cotidianidad de los que habitamos
las costas de la Anáhuac.