La
memoria, depósito de instantáneas donde se teje la telaraña —en cierta forma—
de nuestro ajetreo en el mundo, es un asidero del que podemos echar mano a la
hora de exponer y contarnos frente al otro. Si bien entregarse a la tarea
“ociosa” de registrar el mapeo de nuestra vida por medio de la escritura y
soldar diversos recovecos de la existencia bajo el verdugo inclemente del
tiempo, es ya en sí misma una tarea ardua, que para diversos humores puede
resultar una actividad por demás, irrelevante, no deja de sorprender que
ciertas sensibilidades brillen en el entramado literario y tomen el riesgo de
mostrar sin reservas el catálogo personal a manera de remix novelado, y seducir
a lectores curiosos.
Yoga
y coca, de Alejandra Maldonado (Dharma Books, 2021), es un ejercicio minucioso
de reflexión e inconformidad permanente en clave de autoficción. Irónico, inteligente, divertido, sin caer en
el lugar común de narrar por narrar estancándose en el confesionario de las
vivencias personales a secas. Nada de memoriales a la nostalgia. Acá nos
enfrentamos a piezas breves que conforman una idea general y concreta de lo que
habita en la mente de Blanca Potente —alter ego de Alejandra—, respecto a la
frustración constante con los hombres, el consumo de sustancias, el amor, la
pasión, la embustera publicidad, la amistad, y la pulsión constante por
encontrar un remanso en el mundo.
Maldonado
logra un engranaje de alto calibre desde el yo visceral sin clamar por la
sororidad. Más bien intenta comprender a través de su escritura y aquilatar el
peso de ser mujer en una sociedad cegada por el capitalismo salvaje. Pluma
vigorosa impregnada de lucidez entrañable, en un tiempo donde pareciera que
continúa vedado a la mujer expresar su libertad y, sobre todo, su goce. El
machismo aborrece la idea de ver a la mujer gozar, y éste trabajo deja en claro
todo lo contrario, habla por sí mismo desde una libertad que confronta: “Una
noche nos saltamos a la alberca de la UNAM, nadamos a oscuras, la ciudad era
nuestra, no la habitaba nadie más. Y entonces yo me dejaba gobernar”. Letras de
fuego que causarán escozor en entes adoctrinados y simiescos “Yo estaba
realizada con mi sueño del cabrón barriobajero que me hacía a su manera porque
yo se lo estaba suplicando, esa noche maldita no satisfacía las ganas de
ponerme sobre ti para traspasar el siguiente límite de mi carne. Y me quedé con
ese preguntarme si sentirse así no sería un síntoma de ser ninfómana, porque
aun con todo yo no estaba ni a cien kilómetros del orgasmo”.
La
riqueza del libro se sostiene en la dualidad rítmica de los claroscuros del
personaje principal, mismos que nacen en la adolescencia; fluyendo por cañerías
emocionales hasta desembocar en esa encrucijada que experimenta en general el
mundo femenino y sus dilemas: adentrarse en la cuarta década trastabillando
frente al escrutinio público; sin hijos, soltera, gorda, sin casa propia,
mascotas, camioneta, estabilidad financiera, bañada en piel de naranja, es
decir, a millas del “empoderamiento” de clichés.
La
sensación que desprenden sus páginas es la férrea búsqueda por alcanzar a toda
costa la relación estable con el hombre “ideal”, y con ello, afianzar la idea
del amor romántico que nos ha endilgado el cine rosa y toda la normativa social
de la vieja guardia: “Cuando endioso a un hombre me es muy difícil derribar los
monumentos ideológicos que le construí. Eso es lo que me hace mierda: todas las
ideas, expectativas y escenas románticas estúpidas que no han sucedido ni
sucederán, es como un saudade, pero en chafa”.
Y
como todo en la vida, el camino será sinuoso, un despliegue narrativo que va
desde el magnetismo hacia lo marginal, a lo corrosivo; haciendo del tránsito de
la historia una variopinta ruta de excesos, goce, desilusiones, fiestas,
artistas urbanos, soledad, despilfarro, mundillo publicitario, estados
alterados y estancias en diversas latitudes, sosteniéndose en el estimulante y
a la vez cansado peregrinar de los encuentros íntimos y el desasosiego. Sin
embargo, siempre habrá un sostén para continuar: “Las drogas son sobre todo
certeza, aunque sea efímera, un paliativo en un mundo de decepción
generalizada”.
El
presente convulso arropa la necesidad colectiva de clasificar, denostar y
señalar a mansalva comportamientos “políticamente incorrectos”,
“extravagantes”, “chuecos” e “insanos” desde la trinchera cobardona de lo
telemático; donde los estandartes pontificadores de cualquier índole mutan en
patologías sociales que saturan de significaciones vagas e inconexas la
cotidianidad: la peste de nuestro tiempo. Se desgastan los días conectados en
sociedades ególatras e hipócritas disfrazadas de “progresismo” de banqueta y
selfie. Todo es un desmadre.
Sin embargo, Maldonado arremete y camina —a través de Blanca— la veta de la autodestrucción y cinismo de forma plena, sin grandilocuencia, de manera frontal, sin buscar el aplauso. Desde la mirada meticulosa de la angustia existencial, la irreverencia y la rebeldía como horizonte habitable, esta colección de historias breves forma una línea de varios gramos que nos invita a esnifar un soundtrack novelado de fina manufactura, sin fisuras. “Entre más vieja me hago, mi mente, instigada por la desesperación, se regodea en estupideces de esta naturaleza cada vez con más frecuencia. Estoy de atar. El apocalipsis se acerca”. Yoga y coca es un libro provocador y necesario para los tiempos que corren llevando la conversación rasposa al ring de los dogmas que nos circundan. Feminismo activo —si es que existe tal cosa— y no causas ciegas que pululan por doquier.