miércoles, 2 de noviembre de 2022

Reunión de recuerdos


Mi abuelo “El Coyote” viajaba de polizón en tren hasta la ciudad de México. En su estancia vendía chicles y dulces por la Merced y otros mercados. No sé qué tantas chingaderas le habrán pasado porque iba solo, tenía seis años. Sólo estudio la primaria. Días después regresaba con sus ganancias para que se ayudara mi bisabuela. El Coyote son los muelles de Veracruz entre estibadores y flota gruesa bebiendo en las piqueras. Navegante del mundo, enfrentó tifones cuando llegaba a Japón. Conoció geishas y la noche nipona. Fue contramaestre de barcos cargueros. Vio sumergirse bolas de luz en la oscuridad del mar. 

 Lo recuerdo caminando por el largo corredor hacia casa de mi abuela en la calle 2 de Abril entre Xalapa y Orizaba con costales enormes repletos de carnes frías holandesas, botellas, dulces, ropa y juguetes de todas las latitudes del mundo para sus nietos. Amante del pepto bismol y de los sábados de box, su vida fue una aventura por casi todo el planeta. Su mirada siempre veía hacia el horizonte. Huesero nato, curaba mis esguinces con alcohol y fuertes sobadas cuando iba a Veracruz. Mi abuelo El Coyote es su enorme tatuaje de ancla en su brazo derecho y la sabiduría de sus relatos bajo la sombra de un almendro.

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Mi abuelo Antioco es la cantina del “Chico” y “Las Brisas” componiendo el mundo entre cervezas y su aroma a madera. Lo recuerdo pidiendo una “tacita” de café puntual a las ocho de la noche. De brazos fuertes y manos como de luchador cepilló hectáreas de árboles para hacer muebles y ataúdes. La funeraria Rivas fue su epicentro de actividades. A diario se le veía leyendo el periódico y atendiendo a los dolidos. Manejó carrozas fúnebres por toda la zona norte del estado de Veracruz. Lo respetaban en el billar. Me compraba una Gloria mientras se terminaba la última cerveza presumiendo a sus amigos que era su nieto y que había llegado su hijo Javier con su familia de Xalapa. Lo recuerdo caminando por la calle de Mina con su bigote a la Mauricio Garcés para abrazarnos a todos.

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Mi abuela María es la cocina, las ollas, los condimentos, la cecina y sus imperdibles enchiladas de pipián. Jamás volví a encontrar ese sabor en dicho platillo. Acompañaba su insomnio construyendo torres de buñuelos para la familia. A las cuatro de la mañana me llevaba de la mano al molino para comprar masa para cocinar los bocoles en punto de las seis. La recuerdo amable entre un regimiento de doñas con sus cubetas esperando el fruto de la mazorca con el frío como navajas. Doña Mari era fuerte y trabajadora. Tuvo una vida dura. Mi abuela son sus brazos abiertos para consolarme después de la corretiza que me pegó el He-man, un pinche dálmata gandaya que fue mi tormento en mi niñez. Nunca más la volví a abrazar tan fuerte como aquella tarde.

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Mi tía Malú baila rolas de las Flans con su cabello enmarañado en la sala de casa de mi abuela. Siempre remilga cuando la mandan por cosas a la tienda del “Chico”. “Yo no soy tu única hija María” le rezongaba a mi abuela. Mi tía Malú me cura la barbilla tras el madrazo que me metí bajando la cuadra en bici. La recuerdo de frente al espejo maquillándose y poniéndose muy “mona” para la cita con algún galán en turno. Era menudita y guapetona.

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La última vez que vi a Ricardo nos llevó a regañadientes a la montaña “Ya ni la chingan cuñado, vienen de la pinche ciudad esa toda contaminada y nada más quieren jetear como viejos, salimos mañana a las 8”. Necio como pocos, nos llevó durante seis días a recorrer ranchos donde había cocodrilos, truchas, tirolesa, museo de antigüedades, villas a la altura de las nubes. Libre y rebelde en su paso por esta tierra, su vicio fueron las rutas en cuatrimotos subiendo por las diferentes caras rumbo al Pico de Orizaba “Por la cara norte llegas como en tres horas, por la cara oriente es más desmadre pero llegas, es más fácil por el albergue”. 

 Las tardes nos encontraban con cerveza en mano. Al ritmo de George Michael, Génesis, The Outfield, Led Zeppelin, Alejandro Sanz entre otros, nos relataba cuando conoció a Claudio Yarto en la discoteca News metiéndose un chingo de coca. O cuando fue jefe de meseros en un restaurante mamón donde les servía a los Salinas de Gortari de tragar y demás personajes de la polaca mexicana. La última vez que subí de copiloto en su moto aceleró a más de cien kilómetros por hora, no sé si para demostrarme su lado salvaje o porque sin saberlo, sería nuestra última vuelta. Ricardo es todas las montañas que circundan a Orizaba, corriendo maratones de más de 20 km con sol, neblina y lluvia. Es bailando rap en una fiesta en Tlalnepantla. O poniéndome hasta la madre de ebrio en nuestra última francachela. Le decían el Manzano porque se ponía colorado al carcajearse.

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Enfundada en su mandil, mi suegra Mayela nos recibía con caldo de camarón y la mesa puesta. Yo creo que me veía como un perro callejero porque siempre me ofrecía una tortilla con limón y sal “Órale mijo, tienes cara de hambre”. En su juventud, caminó toda la Calzada Vallejo cuando trabajó en la fábrica de Philips; una foto atestigua que fue reina del baile de gala. Mi suegra es trabajar en Wings de Aeropuerto al interior de un avión modificado como restaurante. También es preparar el chingo de comida en su cocina económica Las Hadas para alimentar a toda la ruta 100 y regimientos de oficinistas. Mi suegra es todos los domingos de misa y las procesiones de Semana Santa ayunando a diario. Me contaba que iba a los retiros del silencio a estar en paz y hablar consigo misma lejos del ruido del mundo. Fue la voz y canto de cientos de rosarios donde la invitaban a participar. Aún la veo llegando a nuestro departamento con su mochila del álbum The Wall de Pink Floyd en la espalda.  Mi suegra son sus bendiciones al pie de su altar cuando nos despedíamos en su casa y una bailadita para alegrar el alma.

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Mi padre, jubiloso, me abraza tras anotar mi primer gol en el campo No. 2 de la Normal Veracruzana. Me levanta por los aires sin dejar de repetir “¡Qué pinche golazo hijo, qué pinche golazo!”. A partir de ese día, siempre estuvo a un costado del campo como un halcón observando mis movimientos, sufriendo mis derrotas y celebrando mis goles con su sonrisa de 1.73 m atrás de la línea de cal. Mi padre y yo somos los campos Juárez, el Torneo de Barrios, el torneo del Peñascal, los campos de la Normal Veracruzana y el Quirasco. Si hoy estuviera por acá o si la vida se hubiese suspendido durante muchos años antes de no verlo jamás; estaríamos levantando la primera copa de ron para entrar en detalles.

 Mi padre es tejer ojo de perdiz en la carpintería de mi abuelo a la edad de siete años. Lijar cientos de ataúdes, barnizar y cepillar sin descanso la madera, curtió su niñez en el oficio de carpintero. Siempre soñando con largarse del comal de miles de grados que es Tuxpan, Ver. Durante el día iba a la escuela con sus libros amarrados con mecate. Por las tardes, la viruta y el aroma a cedro y pino eran su destino. Un día tomó sus triques y con poco más de cien pesos en la bolsa fue a perseguir el sueño de ser médico al puerto de Veracruz.

 Mi padre es ser velador en un estacionamiento de autos; pasar las madrugadas estudiando anatomía, disecciones, embriología en los asientos traseros de Caribes, Datsun y Darts. Por las mañanas, cargaba medias reses en el supermercado de carnes de su tío en la colonia Reforma en Veracruz donde conoció a Violeta, mi madre. Ella de 17 años y él con 19. La invitó a salir después de curar su herida en el brazo a consecuencia de la rebanadora de jamón. Sólo el cáncer pudo separarlos cuarenta años después. Mi madre porta con orgullo esa cicatriz.

 Mi padre es ganarse el primer lugar en su residencia en la Cruz Roja de Naucalpan. En el área de emergencias, luchó durante un año contra una jauría de nuevos talentos de la Universidad de Guadalajara que lo miraban con desprecio. Afinó su profesión entre enfermos, accidentados y teporochos que iban a botar de madrugada hechos mierda. Al finalizar el año le decían “El jarocho”, lo respetaban y le hicieron una fiesta de despedida. Como cronista del dolor me contaría años después cuando recibió a los quemados de la gasolinera de Coatepec “Terrible, la piel se les desprendía con todo y ropa” me decía consternado aquella mañana.

 Mi padre atraviesa la calle hacia el hospital donde trabajaba con el compadre Oscar. Ambos médicos, van y vienen con platos de pozole y tacos de cochinita pibil. Construyeron una palapa de madera para fundar el restaurant “Los Doc’s”. Mi madre y la comadre Luza preparaban cientos de tacos y ollas de pozole para surtir a manadas de pipopes. Mi carnal, Oscarín y yo pasábamos la tarde en un baldío terroso cazando lagartijas bajo el calor abrasador de Tehuacán, Puebla. Mi hermana y Paulina hechas bolita duermen sobre unas sillas.

 Mi padre, el doctor Rivas, subió altísimos cerros en la selva Chiapaneca para llevar vacunas a las comunidades. Vio morir cientos de niños por desnutrición. La noche lo agarraba dormido en las copas de los árboles. “Estaba de la chingada seguir avanzando porque la hojarasca hervía en serpientes”. Lo encañonaron varios militares en plena selva. En las comunidades les ofrecían caldo de chayotes y frijoles con tortillas. Sus meniscos acabaron bien madreados en esas aventuras.

 Mi padre es su bata blanca ondulando como la de un súper héroe de comics recorriendo los pasillos del área de urgencias en la clínica 11, su segunda casa. Es su guitarra amenizando las tertulias con mis amigos. Es verlo alejarse trepado en un carro alegórico con mi tío Héctor en el Carnaval de Veracruz con cuba en mano y saludando al gentío. Mi padre es bailar salsa con mi madre y mis tías a la menor provocación. Mi padre es el ventanal de cedro que hizo para su casa, sigue vigente a pesar de los años. Mi padre son las noches de ron compartidas y el orgullo de saberme su hijo aunque tiene rato que no meto un gol.

miércoles, 27 de julio de 2022

La cal de mis recuerdos

 


Para el Dr. Rivas, Nara y los que ya no están

Los perros siempre llegaron a la familia como ofrendas, jamás hemos comprado uno. Algo ve la gente en nosotros para confiarnos su destino. El 28 de mayo fue nuestro último paseo. Como de costumbre, corrió a husmear al otro extremo del campo donde se encuentran enterrados el Rocky, la Lady y la Chiquis. Aún alcanzo a ver su brillo grisáceo a la distancia.

El primer perro que llegó a la familia fue Rocky, regalo de un paciente agradecido con mi padre. Una cruza de Alaska con Samoyedo nacido en una imprenta de la calle Encanto. Un pinche vago que a diario soltaba mi madre cuando nos íbamos a la escuela y regresaba puntual a medio día. Sus aventuras las vivió entre la vagancia y conocimiento de las calles de la colonia. En ocasiones, al regreso de la secundaria, aparecía doblando la esquina como a dos cuadras de casa, al vernos, galopaba terriblemente hermoso a nuestro encuentro. Otras veces, aparecía en chinga correteado por jaurías de otros vagos como él. En alguna bronca se habría metido. Era blanco como la nieve y fuerte como un roble.

Un día, veníamos de paseo bajando por la colonia Pancho Villa, se acercó en buen son a un grupo de albañiles que estaban chupando sentados en la banqueta. Un cabrón le aventó su mochila de herramientas a la altura de la panza “sácate a la chingada pinche perro” le sermoneó. Le grité que no le pegara. El viejo se levantó trastabillando para retarme. Rocky reaccionó pelando sus colmillos y gruñendo como un salvaje. El resto de los albañiles le dijeron al ruco que aguantara, que nos dejara en paz. Me sentí orgulloso por su valentía.

Con él, aprendí a perder el pavor enfermizo que me golpeó a los tres años en una piñata al encontrarme de frente a un Pastor Alemán en el patio de la fiesta. 

El miedo a los perros me persiguió por todas partes hasta los once años. Cientos de terrores se acumularon en mi espalda. Como cuando en Tehuacán Puebla me correteó el He-man durante tres vueltas seguidas a la manzana. Era un dálmata enorme como un caballo, musculoso como si levantara pesas, con areolas rosadas en ambos ojos, un maldito gandalla.

Entre mis llantos, rechiflas, y burlas de las marchantas que me veían desde el mercado en cada vuelta recorrida, supe que el infierno estaría lleno de perros persiguiéndome por la eternidad. Al final de mi maratón encontré la protección anhelada en los brazos de mi abuela María que me esperaba afuera del portón de la casa junto a mi familia. Nunca más volví a abrazarla con tal fuerza. A He-man lo agarró su dueño para encerrarlo en su casa entre madrazos, gritos y disculpas a mis padres.

El moquillo se llevó a Rocky en su primer año de vida. Nos recibió tambaleante, con la mirada perdida y todo jodido a nuestro regreso de un viaje de fin de semana a Veracruz. Lo inyectaron al medio día en la veterinaria Diagsa. Lo enterramos entre don Crispín, mi padre, y yo. Recuerdo su cuerpo rígido como una estatua mientras mi papá lo depositaba en el hoyo envuelto en una cobija. La lluvia de cal terminó por ocultar sus andanzas. A la familia llegó la bofetada de la inexperiencia en cuidados perrunos. Siempre le estaré agradecido por enseñarme a enfrentar mis temores y reconciliarme con los perros.

Lady llegó un fin de año cortesía de mi tío Miguel. Era una pequeña estopa blanca con gris, una Pastorcita Inglesa. Alegró nuestras vidas durante catorce años. Acostumbraba tragar un chingo de viruta del taller de carpintería improvisado por mi padre en el patio. La regañaba siempre que la descubría. El pecho se le llegó a tornar de un tono caoba porque se la pasada echada en el aserrín por horas. A su lado, recorrí a diario las calles del fraccionamiento. Mi carnal, Polo, Neto, Badajo, Edson, Virul, Jiño y la Memela, se unían a la caminata como ritual perpetuo. Cientos de kilómetros caminados en círculos durante años forjaron nuestra amistad. Parecíamos un puñado de peregrinos entre la neblina expiando nuestras culpas.

Un domingo por la mañana azotó en el piso bajando el escalón hacia mi recámara. Envuelto en una cruda terrible brinqué de la cama para ayudarla. Al levantarla, sus dos patas traseras oscilaban como un péndulo. La edad y sus achaques la alcanzaron con una fractura de cadera. “Pa, Luis, ayúdenme” grité desesperado. Estuve a su lado en la plancha metálica cuando el efecto de la inyección apagó la luz en sus ojos. Compré otro bulto de cal. La enterré con don Crispín en el campo.

La Chiquis nació a eso de las cinco de la mañana a un costado del comedor.  Fue la última de seis cachorros en llegar a este plano gracias a la improvisación de mi mamá como partera y la respiración de hocico a hocico que le brindó Lady con maestría al verla inerte en el piso, casi sin vida. Esa madrugada, quedé impactado por la violencia y sabiduría de la naturaleza. Las madres llevan consigo el universo entero.

Un sábado, al despertar de una batalla etílica con mis amigos en casa, se nos escaparon los seis cachorros hasta la avenida. Como teporochos desquiciados, Edson y yo, corrimos detrás de ellos deteniendo los autos y agarrando a cada bola de pelos desperdigada por el asfalto. Celebramos nuestro heroísmo con caguamas y carnitas.

Decidimos quedarnos con ella porque cada visita que llegaba a casa producía un mar de tristeza cuando escogían al cachorrito que más les gustaba. El Güero, el Oso, Dolores y el resto, fueron desapareciendo entre chillidos y congojas. Lady se hundía en un desconcierto total. Me miraba con desaprobación después de buscar y buscar pedazos de ella por los rincones de la casa. Chiquis corría debajo de las camas hasta que regresaba la calma con un hermano menos en el regimiento. 

Ayudó a su madre a que se esfumara la tristeza con el paso de los meses con su desobediencia diaria, fueron muy unidas. También se unió a las caminatas y bacanales con mis amigos. Nos despedimos una madrugada antes de irme al trabajo. Por la forma en que me miró supe que no la encontraría a mi regreso. Mi hermano y don Crispín enterraron trece años de afectos y aventuras junto a su madre en el campo con otro costalazo de cal. También la inyectaron.

Estoy sentado en el columpio. Saludo a don Crispín que viene bajando la calle. Ha sido el barrendero de este fraccionamiento por más de quince años. Un día llegó como perro perdido y jamás se fue. Encontró su hogar entre los vecinos y estas calles. Es moreno recio, chaparrón, con la camisa desabotonada le muestra su panza al mundo sin pudor. Siempre jala un sombrero de ranchero que debe apestar a todas las historias de la colonia. Ha burlado a la muerte en el quirófano un par de veces. Don Crispín es como un perro mestizo: duro de roer y parte de la comunidad. Lo considero un carnal porque supo guardar silencio a mi lado cuando me vio llorar mis pérdidas en el campo. 

Mientras olfatea entre la hierba le platico a Nara mis andanzas en otras tierras. Le cuento que hay un chingo de gente por todos lados; en el metro, en las avenidas, en los parques. Todos andan en busca de algo como sabuesos. Que a veces me ha ido de maravilla y, otras tantas, la ciudad se ha encargado de darme los madrazos necesarios para que le baje a mi ego. Que he conocido gente que ahora considero parte esencial en mi vida. Que he leído lo suficiente para saber que muchas veces he estado equivocado. Y que me siento bien de estar acá por algunos días para respirar lo familiar. Nuestro ritual a pesar de todo sigue vigente desde hace diez años o, al menos, así lo siento por la forma en que mi mira como si entendiera las pendejadas que le cuento.

Recuerdo cuando la conocí. Doña Silvia alcanzó a gritarme desde la reja de su casa “Paco ven a conocer a los hijos de Pupa”. La encontré en una batalla de Weimaranes contra sus ocho o nueve carnales en una tina color azul, como el cielo de sus ojos infinitos. Con mini gruñidos se abalanzó como una fiera a mordisquearme el pantalón. “Llévatela, yo sé que ustedes aman a los perros y va a ser muy querida” sentenció doña Silvia. Llegué a casa con las tortillas y ella en brazos. La mirada estupefacta de mis padres cuando la vieron lo dijo todo. La puse sobre la mesa; entre bostezos y un discreto ladrido selló su destino en nuestras vidas. Nadie se resistió a su encanto.

La llamamos Nara después de una junta familiar. Nara es de origen japonés, creo que significa reunión de sabios o algo así. Simplemente nos gustó para su estancia por acá. Nombre corto y directo con cierto halo angelical.

Un mes después de su llegada la dejé encargada con la familia para iniciar mi periplo en la gran Tenochtitlan. A partir de ahí, fui ausencia permanente en su vida. Todos los días marcaba a casa de mis padres preguntando por la familia y para saber cómo estaba. Juro que a veces era sólo para saber de ella. Escuchar sus ladridos a través de la bocina me reconfortaba.

Fue pieza medular para sobrellevar las ausencias irrecuperables en casa. Llenó con ladridos, hiperactividad y lealtad, el vacío que nace de las pérdidas. Mi madre y hermanos saben más de todo aquello. Aprendieron a enfrentar los días a su lado cuando la tristeza los atrapaba.

Dicen que los perros ven espectros. Lo creí cuando me dijeron que evitaba treparse a la cama por la ausencia de mi padre los primeros días. Respetó su espacio en la cama como muestra de luto. Alguien me dijo que cuando una persona muere, regresa a donde fue feliz antes de partir definitivamente. A veces pienso que lo llegó a ver. Luego, ocupó su espacio de forma definitiva para arrullar las noches de mi madre y contarle entre sueños que todo iba a estar bien. 

Yo jalé con mis penas lejos del terruño, desde donde ahora escribo. Cumplió a cabalidad su misión en este mundo: cuidar la fortaleza junto a mi madre y hermanos. Hacer la vida en manada algo más llevadero. Se convirtió en la costra de mamá para evitar que sangrara a chorros y cicatrizaran sus heridas. Lo pienso muy a menudo. 

Fue alma noble, la que siempre se quedó esperando el siguiente paseo. Me recibía entre lloriqueos y saltos a mis regresos en los cumpleaños, en las navidades y fin de semanas cuando llegaba de sorpresa. Me despedía con sus ladridos en tono de reclamo a un lado de mi jefa en la reja.

Los perros son maestros de la disciplina, esa que nos falta para enfrentar los días. Nos enseñan que no importa cómo está allá afuera, hay que salir contra viento y marea para aventarse un tiro con la vida. También son unos cabrones sin vergüenzas, saben dónde lanzarte sus encantos para terminar babeando por ellos. Son mañosos y convenencieros, algo de nosotros han aprendido. Y rebeldes a su manera.

A los perros no les interesa nuestro pasado y, mucho menos, nuestros egos torcidos disfrazados de toda esa parafernalia que montamos en fotos y cumpleaños perrunos pretendiendo desprenderlos a como dé lugar de su naturaleza para ridiculizarlos. Su misión en nuestras vidas es mucho más elevada y simple: mostrarnos el camino para paliar nuestras soledades, aprender de nosotros y ser menos culeros con el prójimo. Son maestros de la humildad que le hace falta a tres cuartas partes de la humanidad. Son un todo terreno y seguro irán contigo hasta el fin del mundo si se los pides. Aguantan vara cuando nos comportamos como desquiciados. Nos dan lecciones de vida con la sabiduría de su mirada. Son nuestros guías espirituales cuando no comprendemos ni un carajo el pinche mundo que habitamos. 

Hay días en que me veo nuevamente en el campo dando el rol con ellos. Esos blancos y grises inauditos en sus pelajes se llevaron todo el amor que pudimos ofrecerles entre caricias y arrumacos. Algo intraducible de la familia se llevaron tatuado en ustedes. Cada quien tiene su historia a su lado. Este es un fragmento de mis recuerdos. Sin saberlo, te tomo la última foto y grabo un video tuyo en el campo para llevármelo en los bolsillos. Morirás en un par de meses.

Las marcas de sus huellas caminan conmigo por estos lares. Me protegerán cuando los piense. El gris de la tormenta que se aproxima me los recuerda. Los encontraré en el reflejo de los charcos.


miércoles, 12 de enero de 2022

LVB o la brevedad extraordinaria




Si iniciar el esbozo de un proyecto o materializar un sueño pareciera en sí mismo algo lejano e imposible, llevarlo a cabo, representa aventarse un tiro con la espesura variopinta de nuestra existencia y los bemoles que la vida y sus circunstancias nos ponen a cada paso.

Ahora, que navegamos nuevamente otro oleaje infeccioso y que el encierro va tomando cada vez más tintes de perpetuidad, sólo resta a los temperamentos sensibles asirnos a nuestros fetiches e intentar crear un no mundo para transitar la debacle de lo que conocimos alguna vez como normalidad.

LVB es un trabajo que da cuenta de ello. Sale a flote en tiempos aciagos para remarcar que la imaginación puede ser un vastísimo universo para explorar otras latitudes. Pieza de orfebrería meticulosa por donde se le mire. Estamos frente a una alegoría bien ejecutada y trabajada por el equipo capitaneado por Gabo Sosa en la historia y guion, Eme de Armario en el arte y Renato Quiroga en el color, diseño y rótulos.

Haciendo homenaje o tomando como personaje principal al portento alemán, LVB nos muestra una narrativa en paralelo a todo lo que se pudo, puede o se seguirá aportando en torno a la figura de Beethoven en distintas ramas. Un mundo "improbable" bañado de retrofuturismo nace en estas páginas que viven y ven la luz en la mente del que teje historias que alguna vez pensó leer y que abren un abanico de bifurcaciones estilísticas para echar rienda suelta a la imaginación de viejos y nuevos lectores de novela gráfica en nuestro país.

Las ventanas a las que nos enfrentamos en cada una de sus viñetas, invita a universos alternos de alta fidelidad gracias al color que Renato le imprime sin reparos, instalándose en la psique de forma natural. El arte de Eme de Armario en cada cuadro crea instantes de profunda orfandad, soledad, abusos, ternura y por otros rumbos, se estaciona en la sobriedad que requiere el guion y la alucinación que lo contiene. Todo esto se logra con creces. Y me detengo en lo anterior como simple diletante del arte en general: sólo basta dejar a la sensibilidad hacer su magia.

LVB invita a dialogar con cada uno de los personajes que aparecen en sus páginas. No importa de dónde vengan. No importa en qué tiempo o tiempos se cuente la historia. No importa sin son parte medular de lo que se está planteando o son mero accidente provocado. Su esencia vive en seducir al lector de forma sutil y llevarlo a que él complete la historia; que reste o sume a su diálogo interno y obtenga una visión personalísima del universo al que ha sido invitado: ser cómplice de la lectura y el arte de sus creadores en el silencio.

Seguramente LVB quedará en el recuerdo entrañable de sus primeros lectores como el aviso de que nuevas cosas se estarán cocinando en el horno de Gabo y su equipo para deleite de sus seguidores. Y en lo sucesivo, sigan dando de qué hablar en la escena del comic nacional. Recomiendo ampliamente se hagan de un ejemplar, seguro estoy, no saldrán indemnes de su territorio. Pese a ser una lectura ágil, no demerita en lo absoluto la calidad de la obra. LVB pone de manifiesto que la brevedad también puede llegar a ser extraordinaria en este mundo al revés.