Mi abuelo “El Coyote” viajaba de polizón en tren hasta la ciudad de México. En su estancia vendía chicles y dulces por la Merced y otros mercados. No sé qué tantas chingaderas le habrán pasado porque iba solo, tenía seis años. Sólo estudio la primaria. Días después regresaba con sus ganancias para que se ayudara mi bisabuela. El Coyote son los muelles de Veracruz entre estibadores y flota gruesa bebiendo en las piqueras. Navegante del mundo, enfrentó tifones cuando llegaba a Japón. Conoció geishas y la noche nipona. Fue contramaestre de barcos cargueros. Vio sumergirse bolas de luz en la oscuridad del mar.
Lo
recuerdo caminando por el largo corredor hacia casa de mi abuela en la calle 2
de Abril entre Xalapa y Orizaba con costales enormes repletos de carnes frías
holandesas, botellas, dulces, ropa y juguetes de todas las latitudes del mundo
para sus nietos. Amante del pepto bismol y de los sábados de box, su vida fue una
aventura por casi todo el planeta. Su mirada siempre veía hacia el horizonte. Huesero
nato, curaba mis esguinces con alcohol y fuertes sobadas cuando iba a Veracruz.
Mi abuelo El Coyote es su enorme tatuaje de ancla en su brazo derecho y la sabiduría
de sus relatos bajo la sombra de un almendro.
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Mi
abuelo Antioco es la cantina del “Chico” y “Las Brisas” componiendo el mundo
entre cervezas y su aroma a madera. Lo recuerdo pidiendo una “tacita” de café
puntual a las ocho de la noche. De brazos fuertes y manos como de luchador
cepilló hectáreas de árboles para hacer muebles y ataúdes. La funeraria Rivas
fue su epicentro de actividades. A diario se le veía leyendo el periódico y
atendiendo a los dolidos. Manejó carrozas fúnebres por toda la zona norte del
estado de Veracruz. Lo respetaban en el billar. Me compraba una Gloria mientras
se terminaba la última cerveza presumiendo a sus amigos que era su nieto y que había
llegado su hijo Javier con su familia de Xalapa. Lo recuerdo caminando por la
calle de Mina con su bigote a la Mauricio Garcés para abrazarnos a todos.
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Mi
abuela María es la cocina, las ollas, los condimentos, la cecina y sus imperdibles
enchiladas de pipián. Jamás volví a encontrar ese sabor en dicho platillo.
Acompañaba su insomnio construyendo torres de buñuelos para la familia. A las
cuatro de la mañana me llevaba de la mano al molino para comprar masa para cocinar
los bocoles en punto de las seis. La recuerdo amable entre un regimiento de
doñas con sus cubetas esperando el fruto de la mazorca con el frío como navajas.
Doña Mari era fuerte y trabajadora. Tuvo una vida dura. Mi abuela son sus
brazos abiertos para consolarme después de la corretiza que me pegó el He-man,
un pinche dálmata gandaya que fue mi tormento en mi niñez. Nunca más la volví a
abrazar tan fuerte como aquella tarde.
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Mi
tía Malú baila rolas de las Flans con su cabello enmarañado en la sala de casa
de mi abuela. Siempre remilga cuando la mandan por cosas a la tienda del “Chico”.
“Yo no soy tu única hija María” le rezongaba a mi abuela. Mi tía Malú me cura
la barbilla tras el madrazo que me metí bajando la cuadra en bici. La recuerdo
de frente al espejo maquillándose y poniéndose muy “mona” para la cita con algún
galán en turno. Era menudita y guapetona.
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La última vez que vi a Ricardo nos llevó a regañadientes a la montaña “Ya ni la chingan cuñado, vienen de la pinche ciudad esa toda contaminada y nada más quieren jetear como viejos, salimos mañana a las 8”. Necio como pocos, nos llevó durante seis días a recorrer ranchos donde había cocodrilos, truchas, tirolesa, museo de antigüedades, villas a la altura de las nubes. Libre y rebelde en su paso por esta tierra, su vicio fueron las rutas en cuatrimotos subiendo por las diferentes caras rumbo al Pico de Orizaba “Por la cara norte llegas como en tres horas, por la cara oriente es más desmadre pero llegas, es más fácil por el albergue”.
Las tardes nos encontraban con cerveza en mano. Al ritmo de
George Michael, Génesis, The Outfield, Led Zeppelin, Alejandro Sanz entre
otros, nos relataba cuando conoció a Claudio Yarto en la discoteca News metiéndose
un chingo de coca. O cuando fue jefe de meseros en un restaurante mamón donde
les servía a los Salinas de Gortari de tragar y demás personajes de la polaca
mexicana. La última vez que subí de copiloto en su moto aceleró a más de cien
kilómetros por hora, no sé si para demostrarme su lado salvaje o porque sin
saberlo, sería nuestra última vuelta. Ricardo es todas las montañas que
circundan a Orizaba, corriendo maratones de más de 20 km con sol, neblina y
lluvia. Es bailando rap en una fiesta en Tlalnepantla. O poniéndome hasta la
madre de ebrio en nuestra última francachela. Le decían el Manzano porque se
ponía colorado al carcajearse.
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Enfundada
en su mandil, mi suegra Mayela nos recibía con caldo de camarón y la mesa
puesta. Yo creo que me veía como un perro callejero porque siempre me ofrecía
una tortilla con limón y sal “Órale mijo, tienes cara de hambre”. En su
juventud, caminó toda la Calzada Vallejo cuando trabajó en la fábrica de
Philips; una foto atestigua que fue reina del baile de gala. Mi suegra es
trabajar en Wings de Aeropuerto al interior de un avión modificado como
restaurante. También es preparar el chingo de comida en su cocina económica Las
Hadas para alimentar a toda la ruta 100 y regimientos de oficinistas. Mi suegra
es todos los domingos de misa y las procesiones de Semana Santa ayunando
a diario. Me contaba que iba a los retiros del silencio a estar en paz y hablar
consigo misma lejos del ruido del mundo. Fue la voz y canto de cientos de rosarios
donde la invitaban a participar. Aún la veo llegando a nuestro departamento con
su mochila del álbum The Wall de Pink Floyd en la espalda. Mi suegra son sus bendiciones al pie de su
altar cuando nos despedíamos en su casa y una bailadita para alegrar el alma.
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Mi
padre, jubiloso, me abraza tras anotar mi primer gol en el campo No. 2 de la
Normal Veracruzana. Me levanta por los aires sin dejar de repetir “¡Qué pinche
golazo hijo, qué pinche golazo!”. A partir de ese día, siempre estuvo a un
costado del campo como un halcón observando mis movimientos, sufriendo mis
derrotas y celebrando mis goles con su sonrisa de 1.73 m atrás de la línea de
cal. Mi padre y yo somos los campos Juárez, el Torneo de Barrios, el torneo del
Peñascal, los campos de la Normal Veracruzana y el Quirasco. Si hoy estuviera
por acá o si la vida se hubiese suspendido durante muchos años antes de no
verlo jamás; estaríamos levantando la primera copa de ron para entrar en
detalles.
Mi padre es tejer ojo de perdiz en la
carpintería de mi abuelo a la edad de siete años. Lijar cientos de ataúdes,
barnizar y cepillar sin descanso la madera, curtió su niñez en el oficio de
carpintero. Siempre soñando con largarse del comal de miles de grados que es
Tuxpan, Ver. Durante el día iba a la escuela con sus libros amarrados con mecate.
Por las tardes, la viruta y el aroma a cedro y pino eran su destino. Un día
tomó sus triques y con poco más de cien pesos en la bolsa fue a perseguir el
sueño de ser médico al puerto de Veracruz.
Mi padre es ser velador en un estacionamiento
de autos; pasar las madrugadas estudiando anatomía, disecciones, embriología en
los asientos traseros de Caribes, Datsun y Darts. Por las mañanas, cargaba
medias reses en el supermercado de carnes de su tío en la colonia Reforma en
Veracruz donde conoció a Violeta, mi madre. Ella de 17 años y él con 19. La
invitó a salir después de curar su herida en el brazo a consecuencia de la
rebanadora de jamón. Sólo el cáncer pudo separarlos cuarenta años después. Mi
madre porta con orgullo esa cicatriz.
Mi padre es ganarse el primer lugar en su residencia
en la Cruz Roja de Naucalpan. En el área de emergencias, luchó durante un año
contra una jauría de nuevos talentos de la Universidad de Guadalajara que lo
miraban con desprecio. Afinó su profesión entre enfermos, accidentados y teporochos
que iban a botar de madrugada hechos mierda. Al finalizar el año le decían “El
jarocho”, lo respetaban y le hicieron una fiesta de despedida. Como cronista
del dolor me contaría años después cuando recibió a los quemados de la
gasolinera de Coatepec “Terrible, la piel se les desprendía con todo y ropa” me
decía consternado aquella mañana.
Mi padre atraviesa la calle hacia el hospital donde
trabajaba con el compadre Oscar. Ambos médicos, van y vienen con platos de pozole
y tacos de cochinita pibil. Construyeron una palapa de madera para fundar el
restaurant “Los Doc’s”. Mi madre y la comadre Luza preparaban cientos de tacos
y ollas de pozole para surtir a manadas de pipopes. Mi carnal, Oscarín y yo
pasábamos la tarde en un baldío terroso cazando lagartijas bajo el calor abrasador
de Tehuacán, Puebla. Mi hermana y Paulina hechas bolita duermen sobre unas
sillas.
Mi padre, el doctor Rivas, subió altísimos cerros en la selva Chiapaneca
para llevar vacunas a las comunidades. Vio morir cientos de niños por
desnutrición. La noche lo agarraba dormido en las copas de los árboles. “Estaba
de la chingada seguir avanzando porque la hojarasca hervía en serpientes”. Lo
encañonaron varios militares en plena selva. En las comunidades les ofrecían
caldo de chayotes y frijoles con tortillas. Sus meniscos acabaron bien
madreados en esas aventuras.
Mi padre es su bata blanca ondulando como la de un súper héroe de comics recorriendo los pasillos del área de urgencias en la clínica 11, su segunda casa. Es su guitarra amenizando las tertulias con mis amigos. Es verlo alejarse trepado en un carro alegórico con mi tío Héctor en el Carnaval de Veracruz con cuba en mano y saludando al gentío. Mi padre es bailar salsa con mi madre y mis tías a la menor provocación. Mi padre es el ventanal de cedro que hizo para su casa, sigue vigente a pesar de los años. Mi padre son las noches de ron compartidas y el orgullo de saberme su hijo aunque tiene rato que no meto un gol.