martes, 22 de diciembre de 2020

El ring de los días

 


Con las sensaciones a flor de piel, escribo lo que brota de golpe. Pienso en mis lecturas durante este año cochino, sin sentido, y que permanecerá por largo tiempo en la memoria de todos aquellos que seguimos resistiendo en busca de un horizonte habitable. He sufrido y gozado al estar ausente del resto, entre mis libros. Pienso también que esos rectángulos de experiencias ajenas llegan a uno de forma misteriosa, a través de la intuición, y en otras ocasiones, al llamarlos en el silencio de la noche producto del imán de los estados anímicos que nos habitan.

Termino La piedra de las galaxias de Adrián Román (Ed. Moho, 2020) y no me queda duda: es una de las lecturas más recalcitrantes y vagabundas que haya leído de meses para acá. Su estilo incendiario y constante me ha hecho vibrar a través de parajes inhóspitos, descarnados, removiendo el atole personal de mi estadía en Ciudad Metástasis, como me gusta nombrarle a la cancerígena CDMX.

La piedra —me aventuro a decir—, en todo su aparente desorden, es una bomba molotov que todo lo abarca y todo lo infecta a su paso. Con el encendedor de la vivencia, Adrián ilumina las cloacas del desamparo, de los excesos, de la rabia, y la desesperación en compañía de personajes disparatados como el Siniestro Dr. D, el Cometa, Kory, Montse, el Bang-Bang, Madrisol, entre otros: pléyade de voluntades que se dan cita en el tránsito de sus páginas para caminar de la mano y sin escalas a la autodestrucción.

 Una a una la pedacería del rompecabezas de quien escribe va consolidando una pieza de orfebrería entre cochambre y podredumbre, resultado del ir a pie dialogando con la ciudad, con la noche, con las circunstancias, con el desasosiego, entre sueños galácticos, recuerdos, amores que no volverán jamás, anécdotas y un amplio bagaje de afirmaciones y contradicciones en un estilo a ratos trepidante, mordaz y en otros instantes aparcado en una melancolía entrañable. Para muestra un botón: “Me gustaría decirte que te suelto, y que te vaya bien y esas pendejadas, pero lo único que quiero decirte y desearte es que ojalá vuelvas a mi cama y no te largues nunca. O quizás no. Quizás sólo estoy exagerando o sólo eres una de esas ideas que traigo cargando y ni son mías. No te vayas, pinche A. No seas así”.

Sin duda, es el testimonio de un escritor que se encuentra en la búsqueda de su destino literario, peleando en el ring de los días a como vengan: “Estar vivo es estar en deuda. Yo quiero entrenar para la muerte. No quiero una oficina, un salario espectacular, ni una mujer a la cual cuidarle las nalgas. Me gustaría entender que no soy dueño de nadie, conocerme, hacer todo lo que me venga en gana, escribir, dibujar, tocar un instrumento, hacer poemas. Masturbarme, fumar mota, meterme cocaína, beber todos los días”.

La novela no es en ningún caso una apología de las drogas, aunque seguro causará comezón y repulsión a aquellos temperamentos repletos de sueños bananeros que comulgan la rectitud y las buenas formas en el mundo telemático que nos mantiene atrapados. La vida está en las calles, en lo nauseabundo y bello que ofrecen los días, no en la falsedad y comodidad de la pantalla.

Considero que la piedra y todo su entramado es un grito para exorcizar o hacer las paces con los demonios de un pasado-presente-futuro que se llevan bajo el brazo por las esquinas de la vida. Recorremos los días enmascarados como ejércitos de ninjas, confundidos, con losas invisibles en la espalda; evitando con sigilo que los dolores de otras vidas vuelvan a cachetearnos en otros momentos, en otras personas, en otras caricias. Somos camaleones por antonomasia, sin embargo, “uno debe tener trucos para escapar de sus pequeños infiernos”.

La piedra de las galaxias es, en toda su alegoría, un registro variopinto de recuerdos lacerantes y dolorosos. Como la pérdida de una madre a quien abrazó el cáncer. El no saber quién es realmente tu padre e inventarte un mito que aparece por todos lados. Un aullido de los cinturones de miseria que son las colonias que nunca verán la luz del sol, y que son necesarias para que esta urbe respire. El personaje comparte desde la rabia banquetera todo un universo contenido en su andar, hasta alcanzar el delirio poético en su abecedario del caos. Literatura para arriesgados y curiosos, que invita a calarla y dejarse llevar por la intoxicación humeante de sus recovecos. No van a encontrar advertencias, moralismo ramplón, ni arrepentimientos. Tampoco autocomplacencias ni letras lastimeras.  Tan sólo la constante de volver a sentir rico mientras el mundo arde alrededor.

“En la piedra hay dos caminos: o le haces caso a la mente o al cuerpo. Yo prefiero escuchar al cuerpo. Si pones atención en la mente acabarás sufriendo”. Me queda claro que ejercer el noble oficio de la escritura y hacer literatura puede salvarnos en los momentos de inanición que entran por la ventana. Como lectores atentos, podemos salir de nuestra ratonera mental y explorar otras visiones que nos brinden posibilidades alternas de hacer amigos mientras leemos. El tiempo hará lo suyo al caminar la delgada línea de la existencia y todo esto termine. Seguro estoy: no saldrán indiferentes de esta galaxia. Y como dice un gran amigo oriundo de esta ciudad y conocedor de su pulso: “Pinche Payán, para soportar esta ciudad y la vida en general, al menos tenemos que tener un par de vicios. Ser faltosos”.

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