A
años luz de distancia constato que los miedos primitivos siguen latentes en las
llanuras de mí ser. Anoche hice las paces con la madrugada y terminé de ver
nuevamente la saga de tiburón –cuestión que traía pendiente desde hace varios
años-. Definitivamente me quedo con el trabajo de Spielberg, porque arraiga en
su discurso la esencia de aquellas zozobras infantiles que podemos llegar a
experimentar: los miedos más puros brotan en la infancia y nos acompañan en lo
profundo de los bolsillos en nuestro peregrinar.
Recuerdo
los ochentas y me veo en villa del mar observando la isla de sacrificios tras
emerger de una ola, el agua a la altura del pecho, la salinidad del mar
entrando portentosamente por la nariz y el resto de mi infantil figura. Saberse
indefenso ante el peligro latente lo comparo con el miedo que nos permea de
meses para acá a los que cohabitamos el globo. Hoy salí por lo indispensable y
de forma intermitente no dejaba de sonar aquella melodía confeccionada por John
Williams que a la postre se transformó en un referente para varias
generaciones: la invisibilidad del peligro que está al acecho si te descuidas
por un instante.
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