Abro
los ojos, alcanzo el celular y pongo fin al sonido castrante de la alarma. Son
las siete de la mañana. Nueve pasos me transportan al baño. Adormilado, llevo a
cabo el ritual que todos realizamos diariamente: mear o cagar según sea el
caso, lavarse los dientes, lavarse la cara, intentar peinarse, en fin. Me
siento como un manual instructivo de Cortázar. Cada quien ritualiza como mejor
le plazca. Salgo del baño, ocho pasos me instalan en la cocina, sirvo un vaso
con agua mientras observo el reloj de la sala: son las siete con quince y lo
único que deseo es volver a la cama con mi chica. El calorcito que emana invita
a quedarse allí por el resto del día. Tomo un segundo vaso con agua, no soy fan
de los clichés como: no puedo empezar mi día sin una taza con café bien cargado
y esas cosas. El frasco de café que está en la alacena lleva más de cinco meses
observándonos ir y venir, ni la mitad hemos consumido. Yo creo que lo compramos
para adorno hogareño, esos que no deben faltar, aunque no sirvan para nada.
Me
asomo a la ventana para observar las tonalidades del cielo y descifrar cual
experto del clima cómo va a estar el día de hoy. ¿Habrá calor, lloverá? ¿Los
vientos del nordeste, chubascos, granizadas por la tarde? No sé porqué lo hago,
sé muy bien que no saldré. Tal vez sean las manías autoimpuestas desde que el virus puso de cabeza al mundo.
Volteo y observo un par de envases vacíos junto al jabón para lavar la ropa.
Tener envases de caguama en casa es algo serio: denota que el tiempo va ganando
la batalla hacia el matadero. Ahora me encuentro envuelto en la atmósfera y
preocupaciones de un señor. Estoy a días cumplir cuarenta años, los envases y
la connotación que les brindo me lo recuerdan.
Vuelvo
la vista a la ventana para seguir husmeando. Llevo ocho años viviendo en esta
ciudad y nunca había experimentado tanta quietud. El silencio es intrigante.
Han transcurrido un par de minutos y a lo lejos se escucha el aullido de un
motor. Gran sorpresa me llevo al observar pasar un vocho color naranja con
cristales polarizados. Ahora que el reino animal reclama los espacios que les
hemos robado, los vochitos también tienen la osadía de regresar a las calles
quitados de la pena. Mundo enfermo y triste. Los únicos transeúntes que alcanzo
a divisar es un perro lanudo acompañado de su dueño. Nadie más desde mi
perspectiva.
Siete
cuarenta, me alisto de la cintura hacia arriba para la videoconferencia del
trabajo. No entiendo esas ganas de seguir insistiendo en llevar el mismo ritmo y la necesidad imperiosa de
mirarnos tras la pantalla. Nadie entiende nada, la atención y los pensamientos están en otro lado tratando de
asimilar todo este desmadre. Pero existen los temperamentos que no saben qué
hacer con su tiempo, siguen su curso atropellado con la presión invisible de
las empresas, corporativos y jefes de área solitarios. ¡Carajo! tan solo
estamos tratando de trabajar en casa con todo lo que esto conlleva: noticias a
toda hora, sana distancia, más muertes, las curvas que no se aplanan, la
soledad de las ciudades y su pobreza, los aplausos en otras latitudes, los
mercados como kamikaze, los bufones tiktoknianos en redes con su “creatividad”,
la red que traiciona con su intermitencia, nuestros humores y una lista
kilométrica de etcéteras.
Ocho
de la mañana, frente al monitor caigo en cuenta que es sábado, bajo la tapa de
la laptop y nueve pasos me regresan a Morfeo. A las diez de la mañana la
cotidianidad de nuestro universo íntimo hace acto de presencia en la cocina,
preparamos el desayuno mientras platicamos y relatamos los sueños o pesadillas
de la madrugada. Me asomo nuevamente a la ventana entre aromas gastronómicos,
el trinar de los pajarillos engalana el instante. Miro a lo lejos las pineras
del colegio militar, asemeja a una pintura surrealista, me recuerda el caminito
recorrido entre la vegetación de la Normal Veracruzana para las jornadas
futboleras. Somos afortunados al tener esta vista en una ciudad impostada de
grises.
Sigo
mirando hasta que Adriana releva mi curiosidad. Me gusta su nombre: suena
rimbombante. En frente uno que otro soldado aparece de vez en cuando, algunos
lavando carros, otros a lo lejos deambulando. Ya no es la misma dinámica de
meses atrás: desde las cinco treinta de la mañana trotando, nadando en la
alberca, haciendo honores y demás. ¿Qué harán los soldados en confinamiento
durante la pandemia?, ¿Se burlarán de nosotros por permanecer algunas semanas
enclaustrados? Observo la casetita donde se encuentra entre sombras el guardia
en turno. Todos los días alguien se encuentra encapsulado en ese espacio
diminuto mirando la avenida, abriendo y cerrando el portón al parque vehicular
del ejército. Llevo días que no escucho la cotidianidad del portón.
Nos
miramos a la distancia; yo en mi ventana desde el tercer piso, él a nivel de
cancha, experimento cierta complicidad entre ambos. ¡Qué va! seguro estará
pensando “ahora si cabrón, para que veas lo que se siente: mirar y desear”.
Regresamos a lo nuestro. El día transcurre entre maratones en nuestra
caminadora, lavar ropa, intentar trabajar en línea, escuchar música y mirar de
vez en vez tras la ventana por si algo cambia el rumbo de las cosas. Por las
tardes los recorridos con alta voz de las autoridades dan escalofrío, de ocho a
diez patrullas recorriendo la zona anunciando que esto está y se va a poner más
cabrón, que tengamos prudencia. Nos asomamos a la ventana para ver el desfile,
hago señas para corresponder el esfuerzo ajeno y comentarles con la mirada que
estamos acatando las instrucciones: que estamos aprendiendo desde el vientre de
nuestros hogares a balbucear, a dar los primeros pasos, que exploramos con la
mirada áreas de nuestra casa que permanecían invisibles, que nos comunicamos de
mejor manera y que vivenciamos lo básico: el estar. Cae la noche, curioso que
una u otra familia se da cita en conjunto para pasear a sus mascotas: padre,
madre, hijos y hasta abuelos en torno a los perritos. Confluencias
familiares/caninas deambulan en el silencio. Más entrada la noche la sensación
se torna mortuoria. Si estás atento puedes escuchar el eco de tus pensamientos
vagar por las calles en busca de respuestas a la situación que vivimos actualmente.
¿Y mañana? ¿Y el futuro? no lo sé, pero la relación que vamos llevando con
nuestra ventana se va tornando entrañable.
qué onda, carnal.
ResponderEliminargracias por compartir tu escritura.
que interesante la ventana que le toca a cada quien, la mía da a unos árboles y ayer vi a una ardilla bien pinche gorda.
por acá estaré leyendote.
saludos.
E.
Chingonazo el texto, mi buen.
ResponderEliminarMe gusta cómo expresas la sensación de estar metido en una vorágine de atemporalidad, aunque haya cosas que te recuerden que sigue pasando el tiempo.
Ojalá que pronto tengamos que ir a llenar esas caguamas para brindar, aunque sea tarde, la llegada a los cuarentas.