sábado, 28 de noviembre de 2020

Crónicas de banqueta

 

Husmear avenidas, calles, callejones y colonias en lugares transitorios o donde habitamos de forma permanente, es una aventura que sabe mejor a pie. Caminar es dialogar con las ciudades. Basta con echar por el retrete a la noluntad cancerígena y darle un vuelco a la voluntad para salir de la placenta del marasmo, ampliando el espectro de nuestra existencia en colectivo.

No saber dónde nos encontramos, olfatear intuiciones, perder la brújula, y sentirnos perdidos entre el tumulto, en otro territorio, son instantes que afilan la navaja de los sentidos. Oído, vista, olfato, gusto y tacto unifican sus dilemas para construir abanicos de experiencias que se llevarán tatuadas en la memoria. “Debía hacer algo. Cualquier cosa que me entretuviera. Si me quedaba quieto, la locura o el suicidio serían la única salida posible.” Con la desesperanza a flor de piel da inicio Pinche Paleta Payaso compendio de trece crónicas en donde Adrián Román expone de forma vorazmente honesta la dinámica de lo que pasa en la otredad que nos circunda: el mosaico urbano y su vitalidad.

Haciendo uso de la exploración a ras de banqueta, combinando la metáfora, las frases cortas y lapidarias, Adrián logra mezclar a manera de remix visceral las maravillas y lo putrefacto de existir. Los recuerdos de una niñez lejana, Cuba, los Rolling Stones, Argentina, las calles de tepito, encuentros con boxeadores, Toluca y su albergue de perros, juntas de AA, raperos, el torito, drogas y muchos excesos son parte de un rompecabezas trepidante e insolente que pone de manifiesto que la vida es mucho más que estar postrado en una oficina e ir al súper el fin de semana: es vagar sin rumbo aparente, sin tapujos, exprimiendo, sufriendo y gozando a cada paso la experiencia humana en todo su sórdido esplendor. “Camino para no estar encerrado, escuchando lo que pasa en mi cabeza.”

Libro peregrino que llegó hasta la puerta de mi casa en forma misteriosa y bondadosa una noche otoñal de manos del autor -que ahora sé, es vecino del barrio-, una librería ambulante en diablito, y Barrabás su cocker, los cuales me han regalado tardes donde agradezco estar ausente del resto, no saber en qué día estoy, perder la dinámica de la cotidianidad, embriagarme sin motivo, fumar y soltar estrellándome en la palestra de mis humores, nostalgias y miserias de madrugada en esta pausa que nos mantiene encapsulados y pareciera no tener fin.

martes, 17 de noviembre de 2020

Comprar libros



La ciudad de México y la vida en general son un campo de batalla, te pone de rodillas a cada instante implorando vitalidad titánica para continuar el tren de los días. En tiempos donde la discusión se coloca en la palestra digital entre ladridos, aullidos, temperamentos adoctrinadores, egos torcidos y lanzamientos de mojones virtuales por todos lados -como bien mencionara de forma atinadísima Umberto Eco “Las redes sociales le dan derecho de hablar a legiones de idiotas”- encontrar remansos de tranquilidad pareciera un despropósito.

Por eso compro libros, porque siento que al adquirirlos e ingresarlos al terruño un invitado se sienta a la mesa a conversar. Un sentimiento extraño y magnético me abarca por completo. El libro viene a ser un punto de encuentro entre voluntades: el escritor y el que peregrina en la búsqueda. El lector y el escritor convergen en un microcosmos de aislamiento dentro de la aldea global del ruido.

En otra latitud, los libros simulan una granada donde podemos hacer explotar nuestro interior, nuestra memoria, nuestro sentido crítico, nuestros dolores más íntimos, y darle nuevas aperturas a la imaginación. Es dinamitar la existencia en cada página saliendo a dar un paseo estático. Los libros buenos por lo general cumplen con una máxima: se esconden. Por lo tanto, debemos ir en busca de la aventura a las librerías, presentaciones, bazares, para hallar esas radiografías de la experiencia en  páginas, construyendo un puente de intuiciones para poder tocar al otro.

Hacerse de libros ayuda a replantear el sentido de la existencia en compañía de temperamentos ajenos. Es compartir la exploración de posibilidades que sólo encuentran justificación en su ejercicio cotidiano. Leer es una forma de escupirle a la desfachatez del mundo que nos consume desde varios flancos. Leer viene siendo un acto de rebeldía en tiempos de aceleración homologada y desmedida. Comprar y sumergirse en el fetiche de los libros es gritar por haber ganado un round en el ring de los días: bendito silencio.

Me recargo en una anécdota de hace siete años con un libro que regresó de forma misteriosa a mi librero.

Sábado: Bajé crudísimo de la estación bellas artes. El gentío de la zona es algo que no acabo de tolerar a dos años de habitar esta ciudad. A paso de camello me dirigí por Madero hacia el salón corona para alivianar la resaca nocturna. No recuerdo qué estupidez alegaba con los de la oficina, sólo alcanzo a recordar que no saben nada de música y que las letras de banda me enviaron de regreso a mi departamento por los tragos que me esperaban con paciencia en soledad. Ya instalado en el corona y bajando la primera cebada, me puse a pensar en las lecturas a las que regreso cuando ando encabronado con el mundo y me vuelvo devoto del aislamiento. José Agustín, Pacheco, Pitol, Ruvalcaba, Fonseca, Monsi, Fadanelli y todo lo de Moho cruzaron la memoria. Segunda cerveza. La calle me llamaba sin fin aparente, más el de vagar por la zona.

Salí a paso lento, caminé por Tacuba, Motolinia, hasta llegar a 5 de mayo. Entre sus callejuelas me estacioné en un bazar de libros usados. Anduve husmeando entre los puestos. Un viejo no paraba de observarme mientras escudriñaba entre los de “cuarenta pesitos, baratitos”. Seguía al acecho desde el puesto contiguo “pásele por acá joven, acá está lo bueno”. No tuve opción y me detuve en su tendero. Como sacado de una ficción me ofreció el viaje de Pitol, en buen estado, por una módica cantidad. Sonreí, la vida tomaba nuevamente su curso. Justo al realizar el intercambio se me cayó el billete entre las ranuras de una montaña de volúmenes. Escarbé hasta encontrarlo. Se posaba en un ejemplar del Gran Gatsby, tomé el libro por curiosidad, lo había leído en clase de literatura por allá de 1997, hojeé el ejemplar. Menuda sorpresa me llevé al observar el nombre del supuesto dueño, el nombre de la escuela y el año. ¡Carajo! era el libro que le había prestado a un compañero de clase y que jamás regresó. Viajes misteriosos y fortuitos tienen los libros para encontrarnos. ¿Dónde había estado todos estos años?  Regresé en imágenes a Xalapa, sus calles, la preparatoria. En casa me esperaba otra botella de ron. Fui feliz aquella tarde.

Por eso, dejar de comprar y leer libros es como amputar una parte del alma. Es perder el turno de encender un faro en una isla desierta e iluminar tu camino en solitario. Leer, actividad que me ha llevado a recorrer mis adentros, el tiempo en que existo, y sus dilemas. Creo, de forma categórica, que la relación que tengo con los libros es una de las aventuras a la que estamos invitados los curiosos, los rotos de madrugada, los insatisfechos, los que buscan el diálogo permanente y de la que no pienso bajar hasta que mis días se consuman en el horizonte de mis perplejidades y mi destino.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Nueve de noviembre del pandémico año

 

Eran alrededor de las diez y media de la noche. A se asomó por la ventana de la recámara: “Paco, mira, mira ¿será él?” Brinqué de la cama, cuatro pasos me instalaron en la ventana y observé en dirección a la acera de enfrente: dos guacales en vertical arrastrados por un diablito, un cocker negro y el andar de una silueta. A salió al balcón, gritó “Adrián, Adrián ¿traes libros? Si, acá traigo”. Atravesó la avenida rumbo al edificio. Bajamos al encuentro. Ahí estaba: un escritor peregrino emergiendo de las entrañas de ciudad metástasis. La emoción que se gestó entre los tres fue transparente, nuestras miradas nerviosas lo constataron. Plática y risas engalanaron el momento. Reconocer el trabajo de los otros es como un abrazo reparador en medio de la nada. Compré un par de títulos suyos que les traía ganas desde hace tiempo. No hubo foto -aunque lo pensé- porque existen instantes en la vida que sólo sugieren eso, quedar atrapados en el anecdotario de la memoria. Emociones fugaces en el pulso de una ciudad. Despedida y la promesa de unas chelas en breve quedaron pactadas esa noche. “Qué generosos son”, nos dijo, y prosiguió su andar en medio de la noche.