martes, 17 de noviembre de 2020

Comprar libros



La ciudad de México y la vida en general son un campo de batalla, te pone de rodillas a cada instante implorando vitalidad titánica para continuar el tren de los días. En tiempos donde la discusión se coloca en la palestra digital entre ladridos, aullidos, temperamentos adoctrinadores, egos torcidos y lanzamientos de mojones virtuales por todos lados -como bien mencionara de forma atinadísima Umberto Eco “Las redes sociales le dan derecho de hablar a legiones de idiotas”- encontrar remansos de tranquilidad pareciera un despropósito.

Por eso compro libros, porque siento que al adquirirlos e ingresarlos al terruño un invitado se sienta a la mesa a conversar. Un sentimiento extraño y magnético me abarca por completo. El libro viene a ser un punto de encuentro entre voluntades: el escritor y el que peregrina en la búsqueda. El lector y el escritor convergen en un microcosmos de aislamiento dentro de la aldea global del ruido.

En otra latitud, los libros simulan una granada donde podemos hacer explotar nuestro interior, nuestra memoria, nuestro sentido crítico, nuestros dolores más íntimos, y darle nuevas aperturas a la imaginación. Es dinamitar la existencia en cada página saliendo a dar un paseo estático. Los libros buenos por lo general cumplen con una máxima: se esconden. Por lo tanto, debemos ir en busca de la aventura a las librerías, presentaciones, bazares, para hallar esas radiografías de la experiencia en  páginas, construyendo un puente de intuiciones para poder tocar al otro.

Hacerse de libros ayuda a replantear el sentido de la existencia en compañía de temperamentos ajenos. Es compartir la exploración de posibilidades que sólo encuentran justificación en su ejercicio cotidiano. Leer es una forma de escupirle a la desfachatez del mundo que nos consume desde varios flancos. Leer viene siendo un acto de rebeldía en tiempos de aceleración homologada y desmedida. Comprar y sumergirse en el fetiche de los libros es gritar por haber ganado un round en el ring de los días: bendito silencio.

Me recargo en una anécdota de hace siete años con un libro que regresó de forma misteriosa a mi librero.

Sábado: Bajé crudísimo de la estación bellas artes. El gentío de la zona es algo que no acabo de tolerar a dos años de habitar esta ciudad. A paso de camello me dirigí por Madero hacia el salón corona para alivianar la resaca nocturna. No recuerdo qué estupidez alegaba con los de la oficina, sólo alcanzo a recordar que no saben nada de música y que las letras de banda me enviaron de regreso a mi departamento por los tragos que me esperaban con paciencia en soledad. Ya instalado en el corona y bajando la primera cebada, me puse a pensar en las lecturas a las que regreso cuando ando encabronado con el mundo y me vuelvo devoto del aislamiento. José Agustín, Pacheco, Pitol, Ruvalcaba, Fonseca, Monsi, Fadanelli y todo lo de Moho cruzaron la memoria. Segunda cerveza. La calle me llamaba sin fin aparente, más el de vagar por la zona.

Salí a paso lento, caminé por Tacuba, Motolinia, hasta llegar a 5 de mayo. Entre sus callejuelas me estacioné en un bazar de libros usados. Anduve husmeando entre los puestos. Un viejo no paraba de observarme mientras escudriñaba entre los de “cuarenta pesitos, baratitos”. Seguía al acecho desde el puesto contiguo “pásele por acá joven, acá está lo bueno”. No tuve opción y me detuve en su tendero. Como sacado de una ficción me ofreció el viaje de Pitol, en buen estado, por una módica cantidad. Sonreí, la vida tomaba nuevamente su curso. Justo al realizar el intercambio se me cayó el billete entre las ranuras de una montaña de volúmenes. Escarbé hasta encontrarlo. Se posaba en un ejemplar del Gran Gatsby, tomé el libro por curiosidad, lo había leído en clase de literatura por allá de 1997, hojeé el ejemplar. Menuda sorpresa me llevé al observar el nombre del supuesto dueño, el nombre de la escuela y el año. ¡Carajo! era el libro que le había prestado a un compañero de clase y que jamás regresó. Viajes misteriosos y fortuitos tienen los libros para encontrarnos. ¿Dónde había estado todos estos años?  Regresé en imágenes a Xalapa, sus calles, la preparatoria. En casa me esperaba otra botella de ron. Fui feliz aquella tarde.

Por eso, dejar de comprar y leer libros es como amputar una parte del alma. Es perder el turno de encender un faro en una isla desierta e iluminar tu camino en solitario. Leer, actividad que me ha llevado a recorrer mis adentros, el tiempo en que existo, y sus dilemas. Creo, de forma categórica, que la relación que tengo con los libros es una de las aventuras a la que estamos invitados los curiosos, los rotos de madrugada, los insatisfechos, los que buscan el diálogo permanente y de la que no pienso bajar hasta que mis días se consuman en el horizonte de mis perplejidades y mi destino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario