Eran
alrededor de las diez y media de la noche. A se asomó por la ventana de la
recámara: “Paco, mira, mira ¿será él?” Brinqué de la cama, cuatro pasos me
instalaron en la ventana y observé en dirección a la acera de enfrente: dos
guacales en vertical arrastrados por un diablito, un cocker negro y el andar de
una silueta. A salió al balcón, gritó “Adrián, Adrián ¿traes libros? Si, acá
traigo”. Atravesó la avenida rumbo al edificio. Bajamos al encuentro. Ahí
estaba: un escritor peregrino emergiendo de las entrañas de ciudad metástasis.
La emoción que se gestó entre los tres fue transparente, nuestras miradas
nerviosas lo constataron. Plática y risas engalanaron el momento. Reconocer el
trabajo de los otros es como un abrazo reparador en medio de la nada. Compré un
par de títulos suyos que les traía ganas desde hace tiempo. No hubo foto -aunque
lo pensé- porque existen instantes en la vida que sólo sugieren eso, quedar
atrapados en el anecdotario de la memoria. Emociones fugaces en el pulso de una
ciudad. Despedida y la promesa de unas chelas en breve quedaron pactadas esa
noche. “Qué generosos son”, nos dijo, y prosiguió su andar en medio de la
noche.
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