viernes, 13 de noviembre de 2020

Nueve de noviembre del pandémico año

 

Eran alrededor de las diez y media de la noche. A se asomó por la ventana de la recámara: “Paco, mira, mira ¿será él?” Brinqué de la cama, cuatro pasos me instalaron en la ventana y observé en dirección a la acera de enfrente: dos guacales en vertical arrastrados por un diablito, un cocker negro y el andar de una silueta. A salió al balcón, gritó “Adrián, Adrián ¿traes libros? Si, acá traigo”. Atravesó la avenida rumbo al edificio. Bajamos al encuentro. Ahí estaba: un escritor peregrino emergiendo de las entrañas de ciudad metástasis. La emoción que se gestó entre los tres fue transparente, nuestras miradas nerviosas lo constataron. Plática y risas engalanaron el momento. Reconocer el trabajo de los otros es como un abrazo reparador en medio de la nada. Compré un par de títulos suyos que les traía ganas desde hace tiempo. No hubo foto -aunque lo pensé- porque existen instantes en la vida que sólo sugieren eso, quedar atrapados en el anecdotario de la memoria. Emociones fugaces en el pulso de una ciudad. Despedida y la promesa de unas chelas en breve quedaron pactadas esa noche. “Qué generosos son”, nos dijo, y prosiguió su andar en medio de la noche.

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