martes, 22 de diciembre de 2020

El ring de los días

 


Con las sensaciones a flor de piel, escribo lo que brota de golpe. Pienso en mis lecturas durante este año cochino, sin sentido, y que permanecerá por largo tiempo en la memoria de todos aquellos que seguimos resistiendo en busca de un horizonte habitable. He sufrido y gozado al estar ausente del resto, entre mis libros. Pienso también que esos rectángulos de experiencias ajenas llegan a uno de forma misteriosa, a través de la intuición, y en otras ocasiones, al llamarlos en el silencio de la noche producto del imán de los estados anímicos que nos habitan.

Termino La piedra de las galaxias de Adrián Román (Ed. Moho, 2020) y no me queda duda: es una de las lecturas más recalcitrantes y vagabundas que haya leído de meses para acá. Su estilo incendiario y constante me ha hecho vibrar a través de parajes inhóspitos, descarnados, removiendo el atole personal de mi estadía en Ciudad Metástasis, como me gusta nombrarle a la cancerígena CDMX.

La piedra —me aventuro a decir—, en todo su aparente desorden, es una bomba molotov que todo lo abarca y todo lo infecta a su paso. Con el encendedor de la vivencia, Adrián ilumina las cloacas del desamparo, de los excesos, de la rabia, y la desesperación en compañía de personajes disparatados como el Siniestro Dr. D, el Cometa, Kory, Montse, el Bang-Bang, Madrisol, entre otros: pléyade de voluntades que se dan cita en el tránsito de sus páginas para caminar de la mano y sin escalas a la autodestrucción.

 Una a una la pedacería del rompecabezas de quien escribe va consolidando una pieza de orfebrería entre cochambre y podredumbre, resultado del ir a pie dialogando con la ciudad, con la noche, con las circunstancias, con el desasosiego, entre sueños galácticos, recuerdos, amores que no volverán jamás, anécdotas y un amplio bagaje de afirmaciones y contradicciones en un estilo a ratos trepidante, mordaz y en otros instantes aparcado en una melancolía entrañable. Para muestra un botón: “Me gustaría decirte que te suelto, y que te vaya bien y esas pendejadas, pero lo único que quiero decirte y desearte es que ojalá vuelvas a mi cama y no te largues nunca. O quizás no. Quizás sólo estoy exagerando o sólo eres una de esas ideas que traigo cargando y ni son mías. No te vayas, pinche A. No seas así”.

Sin duda, es el testimonio de un escritor que se encuentra en la búsqueda de su destino literario, peleando en el ring de los días a como vengan: “Estar vivo es estar en deuda. Yo quiero entrenar para la muerte. No quiero una oficina, un salario espectacular, ni una mujer a la cual cuidarle las nalgas. Me gustaría entender que no soy dueño de nadie, conocerme, hacer todo lo que me venga en gana, escribir, dibujar, tocar un instrumento, hacer poemas. Masturbarme, fumar mota, meterme cocaína, beber todos los días”.

La novela no es en ningún caso una apología de las drogas, aunque seguro causará comezón y repulsión a aquellos temperamentos repletos de sueños bananeros que comulgan la rectitud y las buenas formas en el mundo telemático que nos mantiene atrapados. La vida está en las calles, en lo nauseabundo y bello que ofrecen los días, no en la falsedad y comodidad de la pantalla.

Considero que la piedra y todo su entramado es un grito para exorcizar o hacer las paces con los demonios de un pasado-presente-futuro que se llevan bajo el brazo por las esquinas de la vida. Recorremos los días enmascarados como ejércitos de ninjas, confundidos, con losas invisibles en la espalda; evitando con sigilo que los dolores de otras vidas vuelvan a cachetearnos en otros momentos, en otras personas, en otras caricias. Somos camaleones por antonomasia, sin embargo, “uno debe tener trucos para escapar de sus pequeños infiernos”.

La piedra de las galaxias es, en toda su alegoría, un registro variopinto de recuerdos lacerantes y dolorosos. Como la pérdida de una madre a quien abrazó el cáncer. El no saber quién es realmente tu padre e inventarte un mito que aparece por todos lados. Un aullido de los cinturones de miseria que son las colonias que nunca verán la luz del sol, y que son necesarias para que esta urbe respire. El personaje comparte desde la rabia banquetera todo un universo contenido en su andar, hasta alcanzar el delirio poético en su abecedario del caos. Literatura para arriesgados y curiosos, que invita a calarla y dejarse llevar por la intoxicación humeante de sus recovecos. No van a encontrar advertencias, moralismo ramplón, ni arrepentimientos. Tampoco autocomplacencias ni letras lastimeras.  Tan sólo la constante de volver a sentir rico mientras el mundo arde alrededor.

“En la piedra hay dos caminos: o le haces caso a la mente o al cuerpo. Yo prefiero escuchar al cuerpo. Si pones atención en la mente acabarás sufriendo”. Me queda claro que ejercer el noble oficio de la escritura y hacer literatura puede salvarnos en los momentos de inanición que entran por la ventana. Como lectores atentos, podemos salir de nuestra ratonera mental y explorar otras visiones que nos brinden posibilidades alternas de hacer amigos mientras leemos. El tiempo hará lo suyo al caminar la delgada línea de la existencia y todo esto termine. Seguro estoy: no saldrán indiferentes de esta galaxia. Y como dice un gran amigo oriundo de esta ciudad y conocedor de su pulso: “Pinche Payán, para soportar esta ciudad y la vida en general, al menos tenemos que tener un par de vicios. Ser faltosos”.

sábado, 28 de noviembre de 2020

Crónicas de banqueta

 

Husmear avenidas, calles, callejones y colonias en lugares transitorios o donde habitamos de forma permanente, es una aventura que sabe mejor a pie. Caminar es dialogar con las ciudades. Basta con echar por el retrete a la noluntad cancerígena y darle un vuelco a la voluntad para salir de la placenta del marasmo, ampliando el espectro de nuestra existencia en colectivo.

No saber dónde nos encontramos, olfatear intuiciones, perder la brújula, y sentirnos perdidos entre el tumulto, en otro territorio, son instantes que afilan la navaja de los sentidos. Oído, vista, olfato, gusto y tacto unifican sus dilemas para construir abanicos de experiencias que se llevarán tatuadas en la memoria. “Debía hacer algo. Cualquier cosa que me entretuviera. Si me quedaba quieto, la locura o el suicidio serían la única salida posible.” Con la desesperanza a flor de piel da inicio Pinche Paleta Payaso compendio de trece crónicas en donde Adrián Román expone de forma vorazmente honesta la dinámica de lo que pasa en la otredad que nos circunda: el mosaico urbano y su vitalidad.

Haciendo uso de la exploración a ras de banqueta, combinando la metáfora, las frases cortas y lapidarias, Adrián logra mezclar a manera de remix visceral las maravillas y lo putrefacto de existir. Los recuerdos de una niñez lejana, Cuba, los Rolling Stones, Argentina, las calles de tepito, encuentros con boxeadores, Toluca y su albergue de perros, juntas de AA, raperos, el torito, drogas y muchos excesos son parte de un rompecabezas trepidante e insolente que pone de manifiesto que la vida es mucho más que estar postrado en una oficina e ir al súper el fin de semana: es vagar sin rumbo aparente, sin tapujos, exprimiendo, sufriendo y gozando a cada paso la experiencia humana en todo su sórdido esplendor. “Camino para no estar encerrado, escuchando lo que pasa en mi cabeza.”

Libro peregrino que llegó hasta la puerta de mi casa en forma misteriosa y bondadosa una noche otoñal de manos del autor -que ahora sé, es vecino del barrio-, una librería ambulante en diablito, y Barrabás su cocker, los cuales me han regalado tardes donde agradezco estar ausente del resto, no saber en qué día estoy, perder la dinámica de la cotidianidad, embriagarme sin motivo, fumar y soltar estrellándome en la palestra de mis humores, nostalgias y miserias de madrugada en esta pausa que nos mantiene encapsulados y pareciera no tener fin.

martes, 17 de noviembre de 2020

Comprar libros



La ciudad de México y la vida en general son un campo de batalla, te pone de rodillas a cada instante implorando vitalidad titánica para continuar el tren de los días. En tiempos donde la discusión se coloca en la palestra digital entre ladridos, aullidos, temperamentos adoctrinadores, egos torcidos y lanzamientos de mojones virtuales por todos lados -como bien mencionara de forma atinadísima Umberto Eco “Las redes sociales le dan derecho de hablar a legiones de idiotas”- encontrar remansos de tranquilidad pareciera un despropósito.

Por eso compro libros, porque siento que al adquirirlos e ingresarlos al terruño un invitado se sienta a la mesa a conversar. Un sentimiento extraño y magnético me abarca por completo. El libro viene a ser un punto de encuentro entre voluntades: el escritor y el que peregrina en la búsqueda. El lector y el escritor convergen en un microcosmos de aislamiento dentro de la aldea global del ruido.

En otra latitud, los libros simulan una granada donde podemos hacer explotar nuestro interior, nuestra memoria, nuestro sentido crítico, nuestros dolores más íntimos, y darle nuevas aperturas a la imaginación. Es dinamitar la existencia en cada página saliendo a dar un paseo estático. Los libros buenos por lo general cumplen con una máxima: se esconden. Por lo tanto, debemos ir en busca de la aventura a las librerías, presentaciones, bazares, para hallar esas radiografías de la experiencia en  páginas, construyendo un puente de intuiciones para poder tocar al otro.

Hacerse de libros ayuda a replantear el sentido de la existencia en compañía de temperamentos ajenos. Es compartir la exploración de posibilidades que sólo encuentran justificación en su ejercicio cotidiano. Leer es una forma de escupirle a la desfachatez del mundo que nos consume desde varios flancos. Leer viene siendo un acto de rebeldía en tiempos de aceleración homologada y desmedida. Comprar y sumergirse en el fetiche de los libros es gritar por haber ganado un round en el ring de los días: bendito silencio.

Me recargo en una anécdota de hace siete años con un libro que regresó de forma misteriosa a mi librero.

Sábado: Bajé crudísimo de la estación bellas artes. El gentío de la zona es algo que no acabo de tolerar a dos años de habitar esta ciudad. A paso de camello me dirigí por Madero hacia el salón corona para alivianar la resaca nocturna. No recuerdo qué estupidez alegaba con los de la oficina, sólo alcanzo a recordar que no saben nada de música y que las letras de banda me enviaron de regreso a mi departamento por los tragos que me esperaban con paciencia en soledad. Ya instalado en el corona y bajando la primera cebada, me puse a pensar en las lecturas a las que regreso cuando ando encabronado con el mundo y me vuelvo devoto del aislamiento. José Agustín, Pacheco, Pitol, Ruvalcaba, Fonseca, Monsi, Fadanelli y todo lo de Moho cruzaron la memoria. Segunda cerveza. La calle me llamaba sin fin aparente, más el de vagar por la zona.

Salí a paso lento, caminé por Tacuba, Motolinia, hasta llegar a 5 de mayo. Entre sus callejuelas me estacioné en un bazar de libros usados. Anduve husmeando entre los puestos. Un viejo no paraba de observarme mientras escudriñaba entre los de “cuarenta pesitos, baratitos”. Seguía al acecho desde el puesto contiguo “pásele por acá joven, acá está lo bueno”. No tuve opción y me detuve en su tendero. Como sacado de una ficción me ofreció el viaje de Pitol, en buen estado, por una módica cantidad. Sonreí, la vida tomaba nuevamente su curso. Justo al realizar el intercambio se me cayó el billete entre las ranuras de una montaña de volúmenes. Escarbé hasta encontrarlo. Se posaba en un ejemplar del Gran Gatsby, tomé el libro por curiosidad, lo había leído en clase de literatura por allá de 1997, hojeé el ejemplar. Menuda sorpresa me llevé al observar el nombre del supuesto dueño, el nombre de la escuela y el año. ¡Carajo! era el libro que le había prestado a un compañero de clase y que jamás regresó. Viajes misteriosos y fortuitos tienen los libros para encontrarnos. ¿Dónde había estado todos estos años?  Regresé en imágenes a Xalapa, sus calles, la preparatoria. En casa me esperaba otra botella de ron. Fui feliz aquella tarde.

Por eso, dejar de comprar y leer libros es como amputar una parte del alma. Es perder el turno de encender un faro en una isla desierta e iluminar tu camino en solitario. Leer, actividad que me ha llevado a recorrer mis adentros, el tiempo en que existo, y sus dilemas. Creo, de forma categórica, que la relación que tengo con los libros es una de las aventuras a la que estamos invitados los curiosos, los rotos de madrugada, los insatisfechos, los que buscan el diálogo permanente y de la que no pienso bajar hasta que mis días se consuman en el horizonte de mis perplejidades y mi destino.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Nueve de noviembre del pandémico año

 

Eran alrededor de las diez y media de la noche. A se asomó por la ventana de la recámara: “Paco, mira, mira ¿será él?” Brinqué de la cama, cuatro pasos me instalaron en la ventana y observé en dirección a la acera de enfrente: dos guacales en vertical arrastrados por un diablito, un cocker negro y el andar de una silueta. A salió al balcón, gritó “Adrián, Adrián ¿traes libros? Si, acá traigo”. Atravesó la avenida rumbo al edificio. Bajamos al encuentro. Ahí estaba: un escritor peregrino emergiendo de las entrañas de ciudad metástasis. La emoción que se gestó entre los tres fue transparente, nuestras miradas nerviosas lo constataron. Plática y risas engalanaron el momento. Reconocer el trabajo de los otros es como un abrazo reparador en medio de la nada. Compré un par de títulos suyos que les traía ganas desde hace tiempo. No hubo foto -aunque lo pensé- porque existen instantes en la vida que sólo sugieren eso, quedar atrapados en el anecdotario de la memoria. Emociones fugaces en el pulso de una ciudad. Despedida y la promesa de unas chelas en breve quedaron pactadas esa noche. “Qué generosos son”, nos dijo, y prosiguió su andar en medio de la noche.

martes, 13 de octubre de 2020

Los días circulares


Todo lo demás, es la mirada hacia el marasmo burocrático que todo lo colma y todo lo arrastra en este país de desventuras y sueños a la “México 2000” filmada por allá de 1983. La rutina, ese espacio circular y ambivalente que se cuela por los quicios de la existencia con un rumor apenas perceptible y que nos condena a estar postrados más de treinta años en oficinas de todo tipo desgastando los días, es uno de los temas que aborda la cinta. Tan solo basta con despertar una vez más y enfrentar la cotidianidad como Doña Flor –Adriana Barraza-  en un papelón, para cerciorarse de lo circular que puede llegar a resultarnos en ocasiones la vida. Ya sea en los proteicos temperamentos “mentalidad de tiburón” que pululan por doquier, en las horas perdidas en una oficina gubernamental, en las travesías dentro del metro para salir y regresar a casa, en las mascotas, en las añoranzas,  o en las voluntades que se mueven a paso de oruga reclamando un lugar en el mundo, la película logra su cometido en dosis muy sutiles y profundas, infectando todo a su paso.  De pocos diálogos, planos muy largos, buena fotografía, sonido ambiental que hace que la ciudad hable por sí misma en los trayectos y el retrato de las soledades que nos habitan Todo lo demás coloca la daga en un horizonte lejano y difuso, que tal vez, nunca llegará, y de ser así, que nos agarre confesados.

martes, 6 de octubre de 2020

En busca de las ausencias


Mientras la existencia se esfuma en el redil de los días, existen temperamentos curiosos que reverberan cualquier tarde otoñal. De una sensibilidad sigilosa y fantasmal, esta novelita espejea las ausencias que habitan escondidas en las cuevas de los recuerdos más difusos. ¿Qué tanto es verdad lo que me cuento? ¿Habrá sido solo un sueño? ¿El mundo será más tratable si lo imagino? ¿En verdad existo?  Caballo fantasma arroja la primera piedra y se esconde en la espesura de un bosque que podemos reconocer si miramos hacia dentro de nuestros silencios. Sus letras provocan un mosaico de sentimientos de alto espectro y en otros parajes se estaciona en sensaciones de orfandad infinita. Desde el silencio, la cautela, la paciencia, la transparencia, las referencias literarias que se agradecen, la actitud confesional y los parajes de un universo imaginado, su lectura cala hondo:  reflexionando sobre los que ya no están, los amores recorridos y extraviados, la familia y su condición, los lazos de amistad que pensamos serían permanentes. Todo esto confeccionado de una forma brutalmente delicada y excepcional.  Me aventuro a decir que al surcar sus páginas un mundo fantasmagórico cobra vida y cada quien galopa las circunstancias de la existencia en un caballo como símbolo permanente.

sábado, 19 de septiembre de 2020

Divagar la cotidianidad


Sólo basta con lanzarse de bruces a la calle y dar constancia del salvajismo que nos rodea para desear mutar en un asceta lejos del páramo desolador y sinsentido en que se han convertido las manchas urbanas que habitamos. Ciudades vanguardia: metástasis de lo absurdo que podemos llegar a ser. Mientras el mundo se provoca/se empatiza, se despedaza/se reconcilia, se toma una selfie/se polariza y se vuelve a ir al caño tras la pantalla -ese espacio donde no pasa nada-; los días y contando de la realidad se precipitan sobre cualquier colonia de la ciudad dando vida a personajes perdidos en sus particularidades y manías. Basta levantar la mirada para corroborar que  estamos  atrapados en la irrealidad de la red aderezada de una glotonería desmedida por alimentar nuestros egos torcidos. Esteban Arévalo  es un bicho raro, un marginal como contraparte de lo políticamente correcto o lo que sea que eso signifique. Ente afecto a caminar las calles de su colonia sin razón aparente más el de ser un objeto más del paisaje urbano. Pasar desapercibido es su máxima como versan estas líneas “en definitiva soy un limosnero que no pide limosna”.

Fadanelli nos entrega en El hombre mal vestido  una novela de fineza a ras de suelo, que aborda el conflicto existencial de nuestro tiempo y de otros tiempos que estarán al dar vuelta en la esquina: el pensar por cuenta propia, sacar tus propias conclusiones lejos de la perorata y el ruido perpetuo que nos sepulta en la automatización de cardúmenes por doquier. Ahora todos son expertos en algo, por supuesto, tras la pantalla. Para Esteban, recorrer las avenidas de su colonia es ejercitar el pensamiento sin interferir, sin chingar al prójimo, es un estar a destiempo en cualquier punto tratando de entender el instante carnavalesco que le regala la fauna cívica de personajes que se atraviesan en el tránsito de la historia, es saberse fuera de lugar y estar medianamente completo con lo que es.

Frente a la inmediatez atropellada y la sed insaciable de subir al siguiente escalafón de quién sabe dónde a todas horas y en todo momento por parte de nuestros contemporáneos, la novela toma otro rumbo y se pierde entre callejuelas filosóficas, referencias a libros, músicos, escritores, acompañándose en todo momento de diálogos inteligentes, abruptos y buena dosis de sexo clandestino estrellándote con el muro de los cuestionamientos y la realidad. ¿Valdrá la pena enfrascarse en cambiar al mundo que nos circunda? ¿Hasta cuándo dejaremos de lanzarnos mojones de mierda virtual con seres invisibles en la red? ¿Estará bien levantarse y atravesar la puerta de nuestras casas una vez más? ¿Será prudente tomar acción en las batallas ya perdidas de antemano y que nadie ve? No lo sé, pero al observar los rostros de los niños que han sido expulsados al mundo algo me duele, pobres, no saben en donde han venido a caer. Literatura punzante plagada de personajes prepotentes, abusivos, fisgones, disparatados que arremeten una y otra vez la ¿sombría? vida de Esteban son parte del universo que se da cita en el barrio de Tacubaya. El hombre mal vestido es como escuchar con escozor heaven or las vegas de los Cocteau Twins, desbaratarte en cada nota, mirar el cielo, gritar por si alguien te escucha, decidir salir a vagar por las calles de tu vida y caer en el cuento de nunca acabar: ¿Quién soy y qué chingados hago en este mundo? para muestra un botón: “Lea a Kafka; es la manera más eficaz de no llegar a ninguna parte, y de disfrutar el recorrido. Los zombis son poca cosa…”

miércoles, 24 de junio de 2020

Hacia el ocaso


Profundamente conmovedora, cría puercos se asoma a ese universo pocas veces valorado y rotundamente olvidado: el mundo de los viejos. Sencilla y sin pretensiones; la cinta de Ehécatl García nos lleva por parajes olvidados de nuestro país tejiendo sugerentes historias del existir en la otredad del instante. La aparente simplicidad en su desarrollo nos devela de forma sutil y provocadora sentimientos universales que alberga la naturaleza humana. Echando mano de la pérdida de seres queridos, el duelo, la depresión, los apegos, la distancia y el regreso a la cotidianidad, cría puercos aborda de forma honesta y gentil una mirada a las tonalidades en la recta final hacia el ocaso.



viernes, 1 de mayo de 2020

Mi ventana en cuarentena



Abro los ojos, alcanzo el celular y pongo fin al sonido castrante de la alarma. Son las siete de la mañana. Nueve pasos me transportan al baño. Adormilado, llevo a cabo el ritual que todos realizamos diariamente: mear o cagar según sea el caso, lavarse los dientes, lavarse la cara, intentar peinarse, en fin. Me siento como un manual instructivo de Cortázar. Cada quien ritualiza como mejor le plazca. Salgo del baño, ocho pasos me instalan en la cocina, sirvo un vaso con agua mientras observo el reloj de la sala: son las siete con quince y lo único que deseo es volver a la cama con mi chica. El calorcito que emana invita a quedarse allí por el resto del día. Tomo un segundo vaso con agua, no soy fan de los clichés como: no puedo empezar mi día sin una taza con café bien cargado y esas cosas. El frasco de café que está en la alacena lleva más de cinco meses observándonos ir y venir, ni la mitad hemos consumido. Yo creo que lo compramos para adorno hogareño, esos que no deben faltar, aunque no sirvan para nada.

Me asomo a la ventana para observar las tonalidades del cielo y descifrar cual experto del clima cómo va a estar el día de hoy. ¿Habrá calor, lloverá? ¿Los vientos del nordeste, chubascos, granizadas por la tarde? No sé porqué lo hago, sé muy bien que no saldré. Tal vez sean las manías autoimpuestas  desde que el virus puso de cabeza al mundo. Volteo y observo un par de envases vacíos junto al jabón para lavar la ropa. Tener envases de caguama en casa es algo serio: denota que el tiempo va ganando la batalla hacia el matadero. Ahora me encuentro envuelto en la atmósfera y preocupaciones de un señor. Estoy a días cumplir cuarenta años, los envases y la connotación que les brindo me lo recuerdan.

Vuelvo la vista a la ventana para seguir husmeando. Llevo ocho años viviendo en esta ciudad y nunca había experimentado tanta quietud. El silencio es intrigante. Han transcurrido un par de minutos y a lo lejos se escucha el aullido de un motor. Gran sorpresa me llevo al observar pasar un vocho color naranja con cristales polarizados. Ahora que el reino animal reclama los espacios que les hemos robado, los vochitos también tienen la osadía de regresar a las calles quitados de la pena. Mundo enfermo y triste. Los únicos transeúntes que alcanzo a divisar es un perro lanudo acompañado de su dueño. Nadie más desde mi perspectiva.

Siete cuarenta, me alisto de la cintura hacia arriba para la videoconferencia del trabajo. No entiendo esas ganas de seguir insistiendo en llevar el  mismo ritmo y la necesidad imperiosa de mirarnos tras la pantalla. Nadie entiende nada, la atención y los  pensamientos están en otro lado tratando de asimilar todo este desmadre. Pero existen los temperamentos que no saben qué hacer con su tiempo, siguen su curso atropellado con la presión invisible de las empresas, corporativos y jefes de área solitarios. ¡Carajo! tan solo estamos tratando de trabajar en casa con todo lo que esto conlleva: noticias a toda hora, sana distancia, más muertes, las curvas que no se aplanan, la soledad de las ciudades y su pobreza, los aplausos en otras latitudes, los mercados como kamikaze, los bufones tiktoknianos en redes con su “creatividad”, la red que traiciona con su intermitencia, nuestros humores y una lista kilométrica de etcéteras.

Ocho de la mañana, frente al monitor caigo en cuenta que es sábado, bajo la tapa de la laptop y nueve pasos me regresan a Morfeo. A las diez de la mañana la cotidianidad de nuestro universo íntimo hace acto de presencia en la cocina, preparamos el desayuno mientras platicamos y relatamos los sueños o pesadillas de la madrugada. Me asomo nuevamente a la ventana entre aromas gastronómicos, el trinar de los pajarillos engalana el instante. Miro a lo lejos las pineras del colegio militar, asemeja a una pintura surrealista, me recuerda el caminito recorrido entre la vegetación de la Normal Veracruzana para las jornadas futboleras. Somos afortunados al tener esta vista en una ciudad impostada de grises.

Sigo mirando hasta que Adriana releva mi curiosidad. Me gusta su nombre: suena rimbombante. En frente uno que otro soldado aparece de vez en cuando, algunos lavando carros, otros a lo lejos deambulando. Ya no es la misma dinámica de meses atrás: desde las cinco treinta de la mañana trotando, nadando en la alberca, haciendo honores y demás. ¿Qué harán los soldados en confinamiento durante la pandemia?, ¿Se burlarán de nosotros por permanecer algunas semanas enclaustrados? Observo la casetita donde se encuentra entre sombras el guardia en turno. Todos los días alguien se encuentra encapsulado en ese espacio diminuto mirando la avenida, abriendo y cerrando el portón al parque vehicular del ejército. Llevo días que no escucho la cotidianidad del portón.

Nos miramos a la distancia; yo en mi ventana desde el tercer piso, él a nivel de cancha, experimento cierta complicidad entre ambos. ¡Qué va! seguro estará pensando “ahora si cabrón, para que veas lo que se siente: mirar y desear”. Regresamos a lo nuestro. El día transcurre entre maratones en nuestra caminadora, lavar ropa, intentar trabajar en línea, escuchar música y mirar de vez en vez tras la ventana por si algo cambia el rumbo de las cosas. Por las tardes los recorridos con alta voz de las autoridades dan escalofrío, de ocho a diez patrullas recorriendo la zona anunciando que esto está y se va a poner más cabrón, que tengamos prudencia. Nos asomamos a la ventana para ver el desfile, hago señas para corresponder el esfuerzo ajeno y comentarles con la mirada que estamos acatando las instrucciones: que estamos aprendiendo desde el vientre de nuestros hogares a balbucear, a dar los primeros pasos, que exploramos con la mirada áreas de nuestra casa que permanecían invisibles, que nos comunicamos de mejor manera y que vivenciamos lo básico: el estar. Cae la noche, curioso que una u otra familia se da cita en conjunto para pasear a sus mascotas: padre, madre, hijos y hasta abuelos en torno a los perritos. Confluencias familiares/caninas deambulan en el silencio. Más entrada la noche la sensación se torna mortuoria. Si estás atento puedes escuchar el eco de tus pensamientos vagar por las calles en busca de respuestas a la situación que vivimos actualmente. ¿Y mañana? ¿Y el futuro? no lo sé, pero la relación que vamos llevando con nuestra ventana se va tornando entrañable.

sábado, 18 de abril de 2020

Miedos invisibles



A años luz de distancia constato que los miedos primitivos siguen latentes en las llanuras de mí ser. Anoche hice las paces con la madrugada y terminé de ver nuevamente la saga de tiburón –cuestión que traía pendiente desde hace varios años-. Definitivamente me quedo con el trabajo de Spielberg, porque arraiga en su discurso la esencia de aquellas zozobras infantiles que podemos llegar a experimentar: los miedos más puros brotan en la infancia y nos acompañan en lo profundo de los bolsillos en nuestro peregrinar.

Recuerdo los ochentas y me veo en villa del mar observando la isla de sacrificios tras emerger de una ola, el agua a la altura del pecho, la salinidad del mar entrando portentosamente por la nariz y el resto de mi infantil figura. Saberse indefenso ante el peligro latente lo comparo con el miedo que nos permea de meses para acá a los que cohabitamos el globo. Hoy salí por lo indispensable y de forma intermitente no dejaba de sonar aquella melodía confeccionada por John Williams que a la postre se transformó en un referente para varias generaciones: la invisibilidad del peligro que está al acecho si te descuidas por un instante.

miércoles, 1 de abril de 2020

Apuntes en la pausa




Ahora que las circunstancias nos mantiene a gran parte de la población encapsulados en nuestros hogares, me pregunto: ¿hasta qué punto somos capaces de tolerar el encierro con nuestros vicios y mochilas mentales? El aislamiento, la soledad, vivenciar el mundo desde adentro puede y debería ser la posibilidad genuina de encontrar aquello que tanto clamamos mientras vamos dando tumbos en lo cotidiano: hacer una pausa. Pareciera que la tan anhelada pausa nos aterra. No sabemos convivir con nosotros mismos, ni con el tiempo. No queremos que nos alcance el destierro, legitimando la imperiosa necesidad de comunicarnos a través del ciberespacio. No soportamos quedar olvidados en el ostracismo. En un mundo que demanda estar extremadamente presente aunque no se tenga nada qué decir, es normal este tipo de sintomatologías. Y si el claustro es en conjunto, pues la situación se torna desesperante y asfixiante para muchos.

Al ser grotescamente permisivos a lo externo, se cae irremediablemente en el espacio común “ganándole”  la batalla al tedio por medio de esa gama de ocurrencias estúpidas y al vapor como los  tik tok, los desafíos, dominadas con un papel higiénico, estar de cabeza quitándose la prenda que se trae puesta en la parte superior, las cadenas de apoyo convocando a seres invisibles a que enumeren los discos, las películas, las imágenes, que supuestamente han marcado nuestras vidas y un largo etcétera para mitigar el no saber qué hacer con el peso de nuestra individualidad atrapada entre las manecillas de un reloj. Ridiculizar nuestra existencia tras la pantalla parece ser la pulsión predominante.

 “… la caminata da certidumbre al pensamiento, conocemos en la marcha, observamos el mundo porque nos movemos en sentido contrario al movimiento del planeta, aunque al mismo tiempo estemos plenamente referidos a él. Releo estas líneas en elogio a la vagancia, y me queda claro que no es el exterior el enemigo invisible a vencer: el virus letal somos nosotros mismos frente al espejo. Nuestra experiencia de vida tras bambalinas debiera tomar otro cause, un ir hacia dentro desmenuzando el mundo que nos habita: romperlo en cientos de fragmentos, investigarlo, repudiarlo y sopesarlo.  Cuando el tiempo de volver regrese, salir al escenario del mundo con una visión más íntima y autodeterminada de nuestra individualidad podría ser un ligero cambio en el horizonte que nos observa en lontananza, porque la vida como siempre, estará ahí al acecho para darnos nuevas lecciones y patadas en los huevos.

lunes, 17 de febrero de 2020

Resaca de cuarta



Cuando despertó, descubrió que había ganado el avión presidencial. ¿La vida le estaba jugando otra jugarreta? No dejaba de mirar a través del monitor. El sitio web de la Lotería Nacional lo constataba “Felicidades su número ha sido premiado”. El reloj marcaba las  cuatro treinta de la tarde. Domingo nublado y frío de la nueva década. La soberana resaca acentuaba su estado anímico en el espejo: ansiedad, mareo, hiperventilación, ganas de salir huyendo a quién sabe dónde. Se asomó por el balcón de la recámara. Respiró hondo. El sinsentido de los días en la acera reclamaba el trayecto hacia el matadero. Caminó al comedor. Entre latas de cerveza y el cenicero atestado de colillas se sirvió una copa de ron para cavilar la situación.

Revisó nuevamente el número del boleto, lo comparó con la pantalla, no cabía la menor duda: era el ganador. Prendió un cigarro, suspiró, sorbió el elixir y escudriñó letra por letra los requisitos para cobrar el premio: Billete ganador de premio (ORIGINAL), inepasaportecédulaprofesionalcartillamilitarcredencialdelinapam (ORIGINAL), comprobante de domicilio (ORIGINAL), clave única de registro de población (ORIGINAL), registro federal de contribuyentes (ORIGINAL), estado de cuenta bancario no mayor a tres meses con nombre del cuentahabiente y número de cuenta clabe para transferencia (ORIGINAL). Hojeó, displicente, un cuaderno de anotaciones sin sentido que llevaba años redactando. Bostezó. Pensar en lo original. El origen de las especies, origin of symmetry. Ser una persona original o impostada. ¿Quién es realmente alguien? Mientras el alcohol hacía su labor resbalando por la garganta, los cuestionamientos brotaban: ¿Cómo diablos haré para trasladarme hasta las oficinas de la Lotería Nacional en Reforma? Estoy a una hora y media de trayecto si bien me va. ¿Y si me asaltan en el metro? ¿Y si extravío el boleto? ¿Y si deciden suicidarse en cualquier estación? ¿Y si tiembla? ¿Y si las pinches marchas? ¡Con una chingada! No haré nada. No diré nada a nadie. No me presentaré.

 Volteó a su librero buscando los lomos de sus libros. La manía de entender el mundo a partir de los títulos lo ayudaban a sopesar los días: rojo y negro, infierno de todos, meditaciones desde el subsuelo, la cofradía de las espadas, el arte de la fuga, al servicio de la música, suicidios minúsculos, cabeza ajena, elogio a la vagancia, el orgasmógrafo, estas ruinas que ves, volver a df, el último lector. Silencio. Encender otro cigarro o no. ¡Díganme algo! espetaba a los libros. Levantarse de la silla. Caminar en círculos por la estancia. Fumar otra vez. Servir más ron. Volver a buscar la respuesta: el hombre soberbio, el día que la vea la voy a matar, ciudades desiertas, rayuela, los niños de paja, la ciudad alucinada, las travesuras de la niña mala, axilas, de perfil, nueve cuentos, la insoportable levedad del ser. Nada. Regresó al balcón, habían pronosticado lluvias por la tarde y heladas durante la madrugada. Domingo sumamente gris.

Lo único que se le antojaba era caminar sin rumbo. La agorafobia de años para acá lo postró nuevamente en su realidad. Desear sin volar. Poner algo de música. Atestiguar el momento. Alegrarse, pues pareciera que una de las cosas más disidentes en la actualidad es sentirse bien. Todo conspira en contra de nuestra felicidad. Meditar la situación. Regresó a su cuaderno de anotaciones para enlistar minuciosamente los pormenores de tener un avión: ¿Qué haré con el pinche avión presidencial? ¿A dónde viajaré? ¿A quién invitaré? ¿Y si me estrello como Kobe Bryant? ¿Y si me cruzo con un misil en medio oriente? Un avión ¿para qué? ¿Vivir el resto de mis días en un hangar? ¿Y si fundo una nueva Roma desde la sala de juntas al interior del avión? ¿Y si abro la academia de teatro presidencial? Más ron. No saber cómo sentirme.

En los medios se debatía y se buscaba con intriga al ganador sin cesar. Un país enardecido y reventado por sus propios vicios, se atiborraba en las redes dando falsos testimonios y demás naderías sin sustento.  Ahora todos tienen derecho a opinar: ruido sin sentido, escupir para arriba. Prender otro cigarro. Tomar otra copa. Mareo, marejada, mar. ¿Y si me voy del país? ¿Para qué? Las desgracias nos acompañan siempre. Convertir el avión en un ring donde se partan el hocico "chairos" vs "fifís" ¿Para qué? Estamos más divididos que una res en canal. Masificación de bufones, bravucones, provocadores y cobardes detrás de la pantalla. “Revolucionarios” de lunes a viernes. Empáticos de medio pelo. País atolondrado entre tweets y mañaneras. Proponer peleas clandestinas  entre indignados vs opresores para que supuren de una buena vez su inoperancia personal con bandera ajena y ganar buena lana por la aniquilación de la especie suena congruente. Reinventarnos desde la nada. Ser espectador de la confusión y barbarie social. Convocar a un reality show desde las nubes y debutar como emprendedor: Los siete hábitos, el vendedor más grande del mundo, quién se robó mi queso, comienza siempre de nuevo, la inteligencia emocional y esas cosas. Inhalar y exhalar. Bocanadas de humo. Pensar. Estudiar para piloto. Salir del tedio. #Viajar y #viajar. Repartirme en mil países. Fragmentarme entre latitudes. La palabra fragmentar siempre me ha parecido contundente. Vivimos fragmentados entre el delirio y la zozobra.

Miró el boleto: “Es una cooperación para equipos médicos y hospitales donde se atiende de manera gratuita a la gente pobre”. Ser pobre y anhelar. Orfandad. Comer de las sobras como puercos. Altruismo. El altruismo siempre esconde la mugre. Somos tan falsos. ¿Un avión? ¡Qué disparate! Escuchar a Pink Floyd y viajar estático en el departamento. Tomar otro trago. Fundirse en la sensación embriagante. ¿Desde cuándo no siento?  Subir a la azotea. Agitarme y sentir algo. Imaginar que tuve suerte. Gritar porque me siento lejos. Regresar al departamento. Reflejarme en el espejo sin ganas. Salir al balcón. Respirar. El viento en las mejillas. El viaje de las nubes. Las cosas simples.  Ojalá tenga calefacción el avión presidencial para los frentes fríos. Fumar y soltar. Soñar la irrealidad.